La ventana indiscreta
Hace ya ocho años que comencé mi colaboración
quincenal en El Periódico de Aragón. Creo que es momento de desconectar
ustedes y yo, porque observo que las reiteraciones y la finitud de mis enfoques
temáticos hacen prescindibles mis artículos. Todos necesitamos
retroalimentarnos, y más si se trata de alimento intelectual.
Es un buen momento para despedirse: fin de año,
comienzo de la vacunación covid, presupuestos nuevos para 2021 (por fin), ley
de eutanasia, nueva ley de educación. En definitiva, 2021 se presenta en España
con un horizonte esperanzado. Desde cualquier prisma que se mire hay que
reconocer que el Gobierno de España y el Parlamento han trabajado mucho y bien
durante este año pandémico. A pesar de la tragedia del covid-19, los logros
conseguidos han sido muchos e importantes. Quizás la larga lista de muertos y
afectados por la pandemia sea el terrible contrapunto a los logros políticos.
Y, sin embargo, hay una atmósfera bronca y conflictiva
en España. Y no solo es por la fatiga pandémica, que también, sino porque la
dialéctica política es de tono rastrero y los logros no se miran desde una
perspectiva común sino desde la envidia cainita que piensa que lo bueno que
consiga el rival es malo para mí. Ese electoralismo barriobajero que impide
cualquier acuerdo, incluso en medio de una tragedia como la de este año que
acaba.
El gran hallazgo de la política, desde la Modernidad hasta
hoy, se llama Estado. El Estado es el concepto y la realidad que da sentido a
todo en la convivencia social y política de una sociedad. Y el Estado lo conforman
las diversas instituciones, dirigidas por una representación política que los
ciudadanos han elegido para que gestionen los asuntos públicos. Unas veces un
partido está en el gobierno de una institución y otras veces está en la
oposición. Desde los dos lados se coadyuva al buen funcionamiento del Estado y
desde los dos lados se adquiere responsabilidad de Estado.
Precisamente hace muy pocos días (el 17 de diciembre)
se inauguró una exposición dedicada a Azaña, con motivo del 80º aniversario de
su muerte en Montauban. Por cierto, presidida por el Rey. El Rey preside un
acto que homenajea al Presidente de la II República española. Espléndido
ejemplo a imitar. Pues bien, traigo a Azaña como un ejemplo paradigmático de
político íntegro y moderno que entendió como nadie el concepto de Estado. Y,
sin embargo, coincidiendo con su ejercicio del poder, se produjo en España la
guerra (in)civil de 1936, ejemplo cruel del fracaso del Estado. Nefasto
acontecimiento, a pesar de Azaña, como fruto de esa atmósfera densa, patriotera
y justiciera de los años treinta en España.
A veces, se suele tener por parte de cierta izquierda una
idea muy romántica de la II República española, cuando fundamentalmente fe un
intento muy riguroso de europeizar España a través de la creación de un Estado
moderno. Sin Estado, sin instituciones y sin acción política orientada al
mantenimiento y progreso de esas instituciones, no puede haber convivencia
ciudadana y progresista. Las derechas caciquiles y económicamente elitistas
lucharon desde el primer momento contra ese intento que empezaba a sacar a
España del pozo. Y muchas izquierdas abusaron de esa maldita dialéctica de
buenos y malos, de ojo por ojo, en vez de intentar acordar salidas honrosas
frente al abismo que se abría.
Azaña tenía como objetivo levantar un Estado que
traería a España la modernidad europea. Lejos de ese constante gemir y
lamentar, tan bien representado por la generación del 98. Santos Juliá recordaba
en su obra sobre Azaña que su propósito era: “Un Estado que construir, una
democracia por establecer y una acción política por desarrollar: ése es el
camino para resolver el problema español o, lo que es igual, para hacer del
Estado un instrumento al servicio de la transformación de la sociedad”.
No quiero comparar, pero esta atmósfera de derrota que
actualmente lo impregna todo, no ayuda a salir de esta crisis, sino todo lo
contrario. Todo aquel que está en contra sistemáticamente, con agravios
impostados, segundas intenciones imaginadas, perversas interpretaciones de sus
rivales políticos, ayuda poco a la gobernanza de su país. Y esto vale para
izquierdas y derechas. En una sociedad democrática se acuerdan los desacuerdos
y se busca una salida digna en los momentos comprometidos. Para eso sirve la
política.
Bueno, como ya he dicho, éste es mi último artículo.
Que la navidad y el nuevo año nos dé serenidad y sabiduría para articular y
hacer funcionar este país que llamamos España.
Mariano Berges, profesor de filosofía