Realmente, el asunto de
Cataluña resulta fatigoso y cansino, si no fuera porque es una cuestión
realmente importante, tanto para Cataluña como para España. Se repiten los
hechos, los ritos, los símbolos, las declaraciones, los insultos, las
obviedades… “ad nauseam”. Aunque “la cuestión catalana” se remonta a tiempos
lejanos, da la impresión de que en la actualidad la bola de nieve se ha hecho
muy grande y parece difícil de parar. También es cierto que los medios de
comunicación son reiterativos al máximo y aumentan la percepción de fatiga
mental. De cualquier manera, el secesionismo catalán viene de largo y va para
largo.
No voy a pasar lista
sobre los hechos y declaraciones de los independentistas, de los no-independentistas
y de los ambiguos, pues ya se suponen conocidos por todos los interesados. Me
dedicaré, como suelo hacer, a pensar en voz alta. Si acaso, solo una afirmación
de Juan José Sorozábal, insigne y
ponderado constitucionalista, que aclara rotundamente la cuestión “La convocatoria del referéndum es ilegal e
ilícita. El Ejecutivo catalán está sujeto a las normas, a la Constitución y a
la ley. Y si hay dudas, quien resuelve es una instancia jurisdicional, en este
caso el Tribunal Constitucional, que ha dicho que el referéndum no pasa el
filtro de nuestro ordenamiento, y no respeta la Carta Magna porque implica un
ejercicio de soberanía que le corresponde al pueblo español”.
A partir de aquí
podemos hablar de varias dimensiones de unos y otros: políticas, económicas, culturales,
jurídicas, territoriales, emocionales y hasta delictivas. Lo que sí parece
claro es que, independientemente de qué y cómo transcurra el 1 de octubre de
2017, el bloqueo catalán seguirá, ya que entre las dos posiciones enfrentadas
no hay un terreno intermedio sobre el que pactar. Jurídicamente está todo muy
claro: España se ha configurado constitucionalmente como un Estado indivisible.
Y nos ha ido bien. A unos mejor que a otros, por ejemplo a los catalanes y
vascos. Existen en nuestra Constitución muchos aspectos mejorables y, sobre
todo, hay una falta de traducción social, por ausencia de normativa que los
desarrolle, de los derechos sociales que la CE proclama para todos los
españoles. Y entre los derechos básicos, que sí son exigibles, destaca sobre
todos el de la igualdad de todos los españoles, independientemente del lugar
donde habiten. Por lo tanto, si tras la reforma de corte federalista (si la hubiese)
se reconocen especificidades territoriales, lingüísticas, culturales,
históricas… en ningún caso puede derivarse de ellas privilegios políticos, jurídicos
o económicos. Y lo mismo vale para todo tipo de nominalismo territorial:
regiones o nacionalidades, no así naciones que, aparte de confundir y excitar,
es un término técnicamente impropio para las CCAA de un Estado único. Porque en
el caso de Cataluña, la exigencia es de un Estado independiente, lo que
constituye un desafío a todas luces improcedente y rechazable. Porque lo del
“derecho a decidir” es un eufemismo de algo que no existe, el derecho de
autodeterminación. Si alguien quiere que exista, habrá que cambiar la
Constitución y eso, que es respetable, lleva su tiempo y requiere de diálogo
(real, no virtual) y consensos.
Si tras el fracaso
independentista, aparecen los ilusos de un mayor autogobierno catalán, habrá
que esgrimir el derecho básico de la igualdad de todos los españoles. O sea,
que no nos engañemos: o hay independencia de Cataluña o hay un Estado único que
se llama España. Es curioso que las dos regiones españolas (vascos y catalanes)
que mejor les ha ido en la época democrática (y antes) son las más
independentistas. ¿Así quieren compensar el proceso histórico desfavorable para
los pueblos que, a su propia costa, han permitido el desarrollo económico
preferente de sus regiones? ¿Y cómo se entiende que una gran parte de la
izquierda, históricamente internacionalista y solidaria, apoya el
independentismo insolidario? Realmente imperdonable.
En el fondo de la
cuestión catalana hay varios supuestos, de los que destaco dos. El primero, el
narcisismo nacionalista de sentirse diferentes y superiores a los demás. Lo
que, aparte de injusto, es falso. En segundo lugar, y aprovechándose del primero,
la corrupta burguesía catalana (los del 3%) intenta apoderarse del poder para
autoindultarse y seguir robando del patrimonio común. Porque no otra cosa es lo
que han hecho el legislativo y el ejecutivo catalanes: dar un golpe de estado
para apoderarse del poder. Quien no se sienta partícipe de ninguno de los dos
supuestos está haciendo un papel de triste comparsa en detrimento propio.
Coda final. Si los
tribunales declaran culpables de algún delito, como parece evidente, a los
causantes de este desafuero, los delincuentes deberán cumplir rigurosamente las
penas que se les imponga. Porque cumplir las penas, aparte de justo, es una
buena pedagogía para no insistir en el delito.
Mariano
Berges, profesor de filosofía