sábado, 25 de octubre de 2014

RUIDO Y SILENCIO

El momento más crítico es antes de escribir. La angustia del folio en blanco te puede llegar a bloquear. ¿Sobre qué escribo? Lógicamente, sobre lo que uno cree saber. Y entonces te das cuenta de lo poco que sabes sobre casi todo. Y lo poco que sabes, lo has contado tantas veces… Un auténtico drama. Y, sobre todo, qué insensatez la mía la de ponerme a pontificar sobre lo que tan poco sabes. Qué prepotencia, qué vanidad.

Ante esta pequeña crisis personal uno empieza a escribir sobre su misma crisis personal a fin de clarificarse a si mismo. Tratando de quitarse la máscara que te esconde y protege de la mirada de los demás. Y lo que más te viene a la mente son interrogantes nada retóricos. ¿Qué quiero comunicar? ¿A quién? ¿Qué objetivo pretendo lograr? ¿Le interesa a alguien lo que yo piense o diga? ¿Tiene sentido mi reflexión? Y si lo tiene ¿para quién? Y mi acción, pública o privada ¿sirve para mí, para los demás, para nadie? Si dudo sobre mi utilidad ¿por qué tanto afán por imponerme? Para actuar o hablar hacia los otros, habría que pensarlo mucho ante tanto atrevimiento.

Y, sin embargo, estamos abrumados ante tanto temerario que nos da su opinión sin antes preguntarse si le interesa a alguien. Ante esto uno debería optar por no hablar. Y entonces viene el silencio. ¡Qué hermoso es el silencio entre tanta palabrería! El silencio nos permite ver nuestra desnudez y nuestra insignificancia. Todos los medios de comunicación, especialmente la televisión, deberían guardar un día de silencio para que la gente hablase y reflexionase consigo misma. Sería un silencio sonoro que retumbaría en la sociedad. Al día siguiente todos seríamos más sabios y más humildes. Todos hablaríamos menos y escucharíamos más. Todo sería más sencillo y más inteligible. Las personas adquirirían un lugar preeminente y las cosas se supeditarían a ellas. Distinguiríamos lo importante de lo secundario. Lo urgente podría esperar. Nos miraríamos unos a otros solicitando que el otro hablase primero para yo aprender de él. Si es el otro quien me gana en la discusión le daría las gracias por haberme enriquecido con una nueva perspectiva de la que yo carecía.

Sería una gran revolución silenciosa contra el ruido, tan peligroso y dañino. El ruido está en todas partes. La persona superficial no soporta el silencio. Aborrece la soledad. Busca el ruido exterior e interior para no escuchar su propio vacío. El ruido hace más soportable nuestro vacío, nuestra nada. Los medios de comunicación generan una sociedad llena de ruido y superficialidad. Lo trivial y lo epidérmico se imponen a nuestra capacidad de entender e interpretar. Hablamos todos a la vez para tener la coartada de no tener que escuchar. Escuchar al otro implica tenerlo en cuenta, dignificarlo. Con tanto ruido, se confunde la información con el conocimiento. Incluso para el creyente su creencia se evapora en el ruido distractivo de lo religioso. Se confunde religión (ruido) con teología (silencio y meditación), y así se nos escapa la trascendencia. Para el político, el ruido se transforma en activismo y no percibe la dirección y el sentido que la política debe dar a la sociedad. En los partidos políticos, yo obligaría a hacer ejercicios espirituales en lugar de elaborar programas políticos de “cortar y pegar”. Con ruido es imposible escuchar a los demás y a uno mismo. Con el ruido se impone la inmediatez y el presentismo, abandonando la planificación y el método. El ruido solo sirve para esconder nuestra nada y nuestra insignificancia.

Por el contrario, solo desde el silencio se pueden pronunciar palabras justas y con sentido. Pocas siempre. A veces, incluso sin palabras. Unos puntos suspensivos bien puestos hacen trabajar al lector y fuerzan su creatividad mental. Aprender a escuchar el silencio puede provocar una transformación personal. Atender al silencio es escuchar lo que usualmente se escapa, lo que pasa desapercibido. Para ello es preciso parar la actividad urgente. ¿Qué ocurre cuando uno se queda en silencio? Se escuchan las ideas que rondan la cabeza, lo que se ha vivido, tal vez lo que se espera vivir, se escucha el propio cuerpo.

Silencio y ruido son conceptos que describen dialécticamente nuestra contradicción personal y colectiva. El silencio nos prepara para la comunicación y la comunicación es hueca sin silencios previos. Más aún, el silencio forma parte de la comunicación igual que los silencios forman parte de la música. Se escucha en silencio para poder comprender. Y comprender, para después poder hablar, siempre se hace en soledad. Sería interesante buscar tiempos y lugares de silencio para serenarnos y resolver satisfactoriamente esa dialéctica entre ruido y silencio. 


Mariano Berges, profesor de filosofía

sábado, 11 de octubre de 2014

LA HISTORIA , LA EDUCACIÓN Y LA POLÍTICA

Esta semana he leído una entrevista que Ramón Lobo hace al historiador José Álvarez Junco. La sabiduría y el sentido común del historiador me sugieren recomendarla y comentarla a mis lectores. No hay por qué estar de acuerdo con todas sus opiniones, pero la honestidad intelectual y el rigor histórico de nuestro personaje se palpan en cada línea. Me ceñiré a plasmar algunas ideas.

Álvarez Junco se considera un historiador del XIX-XX, por lo que a ellos se remite continuamente. Cuando se le pregunta sobre la historia común de España en los últimos siglos, se remite al alto grado de subjetividad de la Historia y a la imposibilidad práctica de alcanzar un grado de consenso sobre una historia común. Ni en España ni en ningún otro sitio. Todos los conflictos humanos son complicados. Y siempre hay muchas versiones y, por lo tanto, muchas verdades. Y en esta cuestión, se llevan la palma los nacionalistas, grandes inventores de la historia. Tanto los nacionalistas periféricos como los nacionalismos centrales. Cuenta a propósito de esto que los papas y los señores feudales pagaban a los historiadores para que inventaran sus hazañas y, claro, se inventaban cosas increíbles.

Sobre la denominada Guerra de la Independencia de 1808, el historiador hubiera sido afrancesado, posicionándose con la racionalidad, el laicismo y la Ilustración francesas  frente al absolutismo reaccionario de Fernando VII. Entre las causas de los consecutivos desastres españoles, achaca no pequeña parte a la religión y al seguidismo de los muchos católicos españoles, gente más de rituales que de creencias y valores morales. La Iglesia, dice, ha estado completamente al margen o en contra de los avances del pensamiento político y social contemporáneos.

Sobre la II República, dice que la responsabilidad de su fracaso fue de todos. Los republicanos de verdad (Azaña y la Institución Libre de Enseñanza), liberales y modernizadores europeístas, frente a los que jugaron con fuego a hacer la revolución (anarquistas, comunistas y socialistas de izquierda), que nunca entendieron el verdadero espíritu republicano. Todavía hoy en la política española, la derecha es bastante retrógrada y la izquierda aún es bastante sectaria.
Álvarez Junco considera que “España es un país de trinchera: aquí o allá, con nosotros o contra nosotros”. Y lo atribuye a que España es un país inculto, y en la escuela no nos enseñan que tu verdad es tu verdad pero no La Verdad, que el de al lado tiene otra verdad distinta a la tuya y que aunque sea distinta es respetable. Cita a propósito de esta característica la obra de John Stuart Mill “Sobre la libertad”, autor poco leído en nuestro país y ejemplo de educación liberal (del liberalismo bueno, el filosófico). Por una vez que en España aparece una asignatura que suena bien en el sistema educativo (“Educación para la Ciudadanía”), la quitan, no sé si por el título o por el contenido, o por ambos. Y eso que se reducía a ser una asignatura más entre otras, en vez de ser un magma que impregnara todas las asignaturas del currículum. Dice que “España es un país que no escucha”. Ver el ejemplo de las tertulias y debates en los medios. Todos hablan y nadie escucha. O sea, que “tenemos una educación de baja calidad”, pero no necesariamente por nuestros políticos sino por nuestra ciudadanía, en parte. Nuestros políticos son resultados de nuestra ciudadanía. Así, por ejemplo, en la práctica docente, los profesores españoles asfixian al estudiante con demasiada información, que ya está en los libros y en internet, cuando lo que hay que darles son lecturas para discutirlas en clase.
Le preguntan por movimientos ciudadanos como Guanyem, Ganemos o Podemos. A lo que responde que le parece bien todo tipo de denuncias de la corrupción pero que son movimientos un tanto infantiles, populistas y redentoristas. Ironiza diciendo que “el pueblo es bueno, los políticos son malos, y si le dejamos el poder a la gente todo va a ir bien”. Pues depende, porque la gente es egoísta y malvada como todos los seres humanos. Y si la gente no tiene suficiente educación hará barbaridades. No hay que confiar tanto en la gente y sí en el cumplimiento a unas normas siempre perfectibles y en el respeto a una instituciones lo más ejemplificadoras posibles. No obstante, no acepta el anquilosamiento y clientelismo de los dos grandes partidos.
Ante la pregunta sobre el futuro de Cataluña, argumenta, inteligente y pesimistamente, que, en una situación democrática, habría que reconocer el derecho a decidir, pero ¿qué hacemos con los catalanes que no quieren separarse?, ¿hay que reconocerles el derecho a no separase? Habría que dividir en unidades cada vez más pequeñas. Asunto muy complicado.

Mariano Berges, profesor de filosofía