El momento más crítico es antes de escribir. La
angustia del folio en blanco te puede llegar a bloquear. ¿Sobre qué escribo?
Lógicamente, sobre lo que uno cree saber. Y entonces te das cuenta de lo poco
que sabes sobre casi todo. Y lo poco que sabes, lo has contado tantas veces… Un
auténtico drama. Y, sobre todo, qué insensatez la mía la de ponerme a
pontificar sobre lo que tan poco sabes. Qué prepotencia, qué vanidad.
Ante esta pequeña crisis personal uno empieza a
escribir sobre su misma crisis personal a fin de clarificarse a si mismo.
Tratando de quitarse la máscara que te esconde y protege de la mirada de los
demás. Y lo que más te viene a la mente son interrogantes nada retóricos. ¿Qué
quiero comunicar? ¿A quién? ¿Qué objetivo pretendo lograr? ¿Le interesa a
alguien lo que yo piense o diga? ¿Tiene sentido mi reflexión? Y si lo tiene
¿para quién? Y mi acción, pública o privada ¿sirve para mí, para los demás,
para nadie? Si dudo sobre mi utilidad ¿por qué tanto afán por imponerme? Para
actuar o hablar hacia los otros, habría que pensarlo mucho ante tanto
atrevimiento.
Y, sin embargo, estamos abrumados ante tanto temerario
que nos da su opinión sin antes preguntarse si le interesa a alguien. Ante esto
uno debería optar por no hablar. Y entonces viene el silencio. ¡Qué hermoso es
el silencio entre tanta palabrería! El silencio nos permite ver nuestra
desnudez y nuestra insignificancia. Todos los medios de comunicación,
especialmente la televisión, deberían guardar un día de silencio para que la
gente hablase y reflexionase consigo misma. Sería un silencio sonoro que
retumbaría en la sociedad. Al día siguiente todos seríamos más sabios y más humildes.
Todos hablaríamos menos y escucharíamos más. Todo sería más sencillo y más
inteligible. Las personas adquirirían un lugar preeminente y las cosas se
supeditarían a ellas. Distinguiríamos lo importante de lo secundario. Lo
urgente podría esperar. Nos miraríamos unos a otros solicitando que el otro
hablase primero para yo aprender de él. Si es el otro quien me gana en la
discusión le daría las gracias por haberme enriquecido con una nueva
perspectiva de la que yo carecía.
Sería una gran revolución silenciosa contra el ruido,
tan peligroso y dañino. El ruido está en todas
partes. La persona superficial no soporta el silencio. Aborrece la soledad.
Busca el ruido exterior e interior para no escuchar su propio vacío. El ruido
hace más soportable nuestro vacío, nuestra nada. Los medios de comunicación
generan una sociedad llena de ruido y superficialidad. Lo trivial y lo
epidérmico se imponen a nuestra capacidad de entender e interpretar. Hablamos
todos a la vez para tener la coartada de no tener que escuchar. Escuchar al
otro implica tenerlo en cuenta, dignificarlo. Con tanto ruido, se confunde la
información con el conocimiento. Incluso para el creyente su creencia se
evapora en el ruido distractivo de lo religioso. Se confunde religión (ruido)
con teología (silencio y meditación), y así se nos escapa la trascendencia.
Para el político, el ruido se transforma en activismo y no percibe la dirección
y el sentido que la política debe dar a la sociedad. En los partidos políticos,
yo obligaría a hacer ejercicios espirituales en lugar de elaborar programas
políticos de “cortar y pegar”. Con ruido es imposible escuchar a los demás y a
uno mismo. Con el ruido se impone la inmediatez y el presentismo, abandonando
la planificación y el método. El ruido solo sirve para esconder nuestra
nada y nuestra insignificancia.
Por el contrario, solo desde el silencio
se pueden pronunciar palabras justas y con sentido. Pocas siempre. A veces,
incluso sin palabras. Unos puntos suspensivos bien puestos hacen trabajar al
lector y fuerzan su creatividad mental. Aprender
a escuchar el silencio puede provocar una transformación personal. Atender al
silencio es escuchar lo que usualmente se escapa, lo que pasa desapercibido.
Para ello es preciso parar la actividad urgente. ¿Qué ocurre cuando uno se
queda en silencio? Se escuchan las ideas que rondan la cabeza, lo que se ha
vivido, tal vez lo que se espera vivir, se escucha el propio cuerpo.
Silencio y ruido son conceptos que describen
dialécticamente nuestra contradicción personal y colectiva. El silencio nos
prepara para la comunicación y la comunicación es hueca sin silencios previos.
Más aún, el silencio forma parte de la comunicación igual que los silencios
forman parte de la música. Se escucha en silencio para poder comprender. Y comprender,
para después poder hablar, siempre se hace en soledad. Sería interesante buscar
tiempos y lugares de silencio para serenarnos y resolver satisfactoriamente esa
dialéctica entre ruido y silencio.
Mariano Berges, profesor de filosofía