Estoy leyendo un libro
interesantísimo, cuyo título pongo a disposición de mis lectores, pues estos
artículos no dejan de ser una humilde ventana informativa de mis reflexiones,
lecturas, dudas, conversaciones… Se titula “Homo Deus” (breve historia del mañana),
de Yuval Noah Harari. Su información bien integrada, su perspectiva comparativa
entre el ayer, hoy y mañana, sus aperturas intelectuales, sus dudas, su
humildad científica, convierten el libro en una joya, en una máquina de pensar
los proyectos, los sueños y hasta las pesadillas de nuestro siglo XXI. Este
artículo es una pobre inspiración de una lectura parcial.
A lo largo de la
historia en general, y especialmente en la historia de la filosofía, numerosos
autores definieron la felicidad como el bien supremo, incluso por encima de la
vida misma. Pero no vamos a enumerar un listado de teorías sino más bien a
reflexionar sobre esta objetivo tan comúnmente aceptado por todos y tan
diversamente interpretado por todos también. En la antigua Grecia, son Aristóteles y Epicuro los más notables en la materia. El primero circunscribe la
felicidad a un vivir bien con una virtuosidad intelectual y racional. Para
Aristóteles la felicidad se convierte en el centro de la ética, que es la buena
vida. Epicuro, en cambio, circunscribe la felicidad a un vivir bien desde la
materia, más bien a una supervivencia digna en la difícil época alejandrina,
exentos del miedo a los dioses, a la muerte y a la eternidad (los tres miedos producidos
por la ignorancia y que hay que evitar para conseguir la felicidad). Epicuro
defiende una vida moderada y austera, que satisfaga los placeres indispensables
para vivir, a fin de conseguir la ataraxia
o serenidad del espíritu.
Los pensadores
modernos, en cambio, tienden a ver la felicidad como un proyecto colectivo. A
finales del XVIII, Jeremy Bentham
declaró que el bien supremo es “la mayor felicidad para el mayor número de
gente” y llegó a la conclusión de que el único objetivo digno del Estado, el
mercado y la comunidad científica es aumentar la felicidad global. El
utilitarismo es el tipo de ética que más ha influido en la política. El Estado
de bienestar puede considerarse un producto de esta escuela.
Las naciones
industrializadas establecieron gigantescos sistemas de educación, salud y
prestaciones sociales, pero que se centraban en fortalecer la nación en lugar
de asegurar el bienestar individual. Incluso cuando, a finales del XIX, Otto von Bismarck estableció por
primera vez en la historia las pensiones y la seguridad social estatales, su
objetivo principal era asegurarse la lealtad de los ciudadanos, y no tanto
aumentar su calidad de vida. Incluso, en 1776, los Estados Unidos establecen en
su Constitución, no el derecho a la felicidad, sino el derecho a la búsqueda de la felicidad. De todo
ello, se deduce que la felicidad ha sido desde siempre un objetivo, individual
o colectivo, de primerísima magnitud. Pero los ciudadanos no la estiman tanto
como un derecho del Estado sino de los individuos. Piensan que es el Estado
quien debe servir a los individuos, y no al revés.
En el siglo XX, el PIB
(Producto Interior Bruto) es quizá el criterio supremo para evaluar el éxito
nacional, pero no siempre los ciudadanos de los países con más PIB tienen una
percepción de una mayor felicidad. Lo que hace que, en la actualidad, se pida que
el PIB se complemente o incluso se sustituya por el FIB (Felicidad Interior
Bruta). A fin de cuentas, la gente quiere ser feliz, no producir. Y aunque la producción
es la base material, es solo un medio y no un fin.
Si en estos momentos,
las tres grandes tragedias de la humanidad: el hambre, la peste y la guerra, han
desaparecido o están en camino de hacerlo, si existen una paz y una prosperidad
sin precedentes, y la esperanza de vida aumenta
espectacularmente, habrá que concluir que la felicidad del ser humano es
un hecho.
Falso. A pesar de
nuestros logros, no es cierto que las personas de hoy estén más
significativamente satisfechas que sus
antepasados. Parece como si existiese un techo de cristal que frenase nuestra
felicidad, a pesar de los logros obtenidos. Nuestra felicidad está determinada
por nuestra bioquímica, más que por nuestra situación económica, social o
política. Y, psicológicamente, la felicidad depende de las expectativas, y no
de las condiciones objetivas. Nos sentimos satisfechos cuando la realidad se
ajusta a nuestras expectativas. La mala noticia es que, a medida que las
condiciones mejoran, las expectativas se disparan.
Quizá todo sea culpa de
la evolución, que solo recompensa los actos que conducen a la supervivencia y
reproducción, pero por si misma no produce una mayor felicidad. ¿Perseguimos una
utopía?
Mariano
Berges, profesor de filosofía