sábado, 18 de noviembre de 2017

EL DERECHO A LA FELICIDAD

Estoy leyendo un libro interesantísimo, cuyo título pongo a disposición de mis lectores, pues estos artículos no dejan de ser una humilde ventana informativa de mis reflexiones, lecturas, dudas, conversaciones… Se titula “Homo Deus” (breve historia del mañana), de Yuval Noah Harari. Su información bien integrada, su perspectiva comparativa entre el ayer, hoy y mañana, sus aperturas intelectuales, sus dudas, su humildad científica, convierten el libro en una joya, en una máquina de pensar los proyectos, los sueños y hasta las pesadillas de nuestro siglo XXI. Este artículo es una pobre inspiración de una lectura parcial.
A lo largo de la historia en general, y especialmente en la historia de la filosofía, numerosos autores definieron la felicidad como el bien supremo, incluso por encima de la vida misma. Pero no vamos a enumerar un listado de teorías sino más bien a reflexionar sobre esta objetivo tan comúnmente aceptado por todos y tan diversamente interpretado por todos también. En la antigua Grecia, son Aristóteles y Epicuro los más notables en la materia. El primero circunscribe la felicidad a un vivir bien con una virtuosidad intelectual y racional. Para Aristóteles la felicidad se convierte en el centro de la ética, que es la buena vida. Epicuro, en cambio, circunscribe la felicidad a un vivir bien desde la materia, más bien a una supervivencia digna en la difícil época alejandrina, exentos del miedo a los dioses, a la muerte y a la eternidad (los tres miedos producidos por la ignorancia y que hay que evitar para conseguir la felicidad). Epicuro defiende una vida moderada y austera, que satisfaga los placeres indispensables para vivir, a fin de conseguir la ataraxia  o serenidad del espíritu.  
Los pensadores modernos, en cambio, tienden a ver la felicidad como un proyecto colectivo. A finales del XVIII, Jeremy Bentham declaró que el bien supremo es “la mayor felicidad para el mayor número de gente” y llegó a la conclusión de que el único objetivo digno del Estado, el mercado y la comunidad científica es aumentar la felicidad global. El utilitarismo es el tipo de ética que más ha influido en la política. El Estado de bienestar puede considerarse un producto de esta escuela.
Las naciones industrializadas establecieron gigantescos sistemas de educación, salud y prestaciones sociales, pero que se centraban en fortalecer la nación en lugar de asegurar el bienestar individual. Incluso cuando, a finales del XIX, Otto von Bismarck estableció por primera vez en la historia las pensiones y la seguridad social estatales, su objetivo principal era asegurarse la lealtad de los ciudadanos, y no tanto aumentar su calidad de vida. Incluso, en 1776, los Estados Unidos establecen en su Constitución, no el derecho a la felicidad, sino el derecho a la búsqueda de la felicidad. De todo ello, se deduce que la felicidad ha sido desde siempre un objetivo, individual o colectivo, de primerísima magnitud. Pero los ciudadanos no la estiman tanto como un derecho del Estado sino de los individuos. Piensan que es el Estado quien debe servir a los individuos, y no al revés.
En el siglo XX, el PIB (Producto Interior Bruto) es quizá el criterio supremo para evaluar el éxito nacional, pero no siempre los ciudadanos de los países con más PIB tienen una percepción de una mayor felicidad. Lo que hace que, en la actualidad, se pida que el PIB se complemente o incluso se sustituya por el FIB (Felicidad Interior Bruta). A fin de cuentas, la gente quiere ser feliz, no producir. Y aunque la producción es la base material, es solo un medio y no un fin.
Si en estos momentos, las tres grandes tragedias de la humanidad: el hambre, la peste y la guerra, han desaparecido o están en camino de hacerlo, si existen una paz y una prosperidad sin precedentes, y la esperanza de vida aumenta  espectacularmente, habrá que concluir que la felicidad del ser humano es un hecho.
Falso. A pesar de nuestros logros, no es cierto que las personas de hoy estén más significativamente  satisfechas que sus antepasados. Parece como si existiese un techo de cristal que frenase nuestra felicidad, a pesar de los logros obtenidos. Nuestra felicidad está determinada por nuestra bioquímica, más que por nuestra situación económica, social o política. Y, psicológicamente, la felicidad depende de las expectativas, y no de las condiciones objetivas. Nos sentimos satisfechos cuando la realidad se ajusta a nuestras expectativas. La mala noticia es que, a medida que las condiciones mejoran, las expectativas se disparan.
Quizá todo sea culpa de la evolución, que solo recompensa los actos que conducen a la supervivencia y reproducción, pero por si misma no produce una mayor felicidad. ¿Perseguimos una utopía?

Mariano Berges, profesor de filosofía

sábado, 4 de noviembre de 2017

CATALUÑA Y ESPAÑA (fin de la serie)


En septiembre de 2014 escribía yo lo siguiente: “La mayoría política parlamentaria de Cataluña dice ser independentista y pretende que, incumpliendo la legalidad vigente española, la sociedad catalana vote si quiere o no ser un Estado independiente. Estos mismos políticos catalanes llevan cuatro años eludiendo sus obligaciones en combatir la crisis con el señuelo independentista como solución mágica para todo. El gobierno catalán no ha ejercido la función de gobernar en estos cuatro años, y su mayor caudal de energía lo ha dedicado a destruir el Estado de bienestar de los catalanes”
Tras la eclosión de la Cataluña nacionalista, y al margen del uso y abuso del magma independentista, podemos destacar dos hechos objetivos: 1) La estructura territorial de la Constitución de 1978 es actualmente insuficiente para responder a los problemas que el Estado español tiene en la actualidad. 2) En Euskadi y Cataluña, crece un movimiento independentista que pone en grave riesgo la unidad del Estado, con consecuencias nefastas para todos. Parecen dos argumentos suficientes para que todas las fuerzas políticas españolas trabajen por un consenso para modificar la Constitución en un sentido federal. Una España federal en una Europa federal sería un magnífico escenario para la regeneración democrática que la sociedad española exige y necesita.

Ahora bien, el federalismo es algo igualitario y solidario por definición, además de constituir un proceso largo en el tiempo y muy complejo  técnicamente. Lo del federalismo asimétrico no deja de ser una trampa saducea. Reconocer identidades diversas en España no supone otorgar privilegios a nadie. La lealtad y la cooperación recíprocas son exigencias fundamentales para todas las autonomías en una estructura federal. Lo mismo que la claridad competencial, una financiación justa y equilibrada y la corresponsabilidad fiscal. Sería también un momento idóneo para replantearse los conciertos vasco y navarro, especialmente en lo concerniente a los cupos económicos entre el Gobierno de España y los gobiernos autonómicos de Euskadi y Navarra, que suponen un injusto agravio para el resto de España.

Sin embargo, los dirigentes independentistas catalanes, imbuidos por un complejo de superioridad sin argumento social ni histórico de ningún tipo y contra toda lógica europea y contemporánea, pretenden mangonear su “pequeño país” a favor de la burguesía catalana, siempre insolidaria con España y Cataluña. Y ahora, con la escapada empresarial de Cataluña, hasta se puede dudar de a favor de quién están trabajando los independentistas catalanes. La nostalgia me lleva a recordar aquella Barcelona cosmopolita del tardofranquismo y la Transición, auténtica ventana abierta a la modernidad europea y punta de lanza de la España cultural y vanguardista en pleno desierto de la dictadura. Hoy, Barcelona es más pueblerina y más pobre políticamente.

Una referencia histórica y filosófica. Ya Kant (s. XVIII) soñaba con la desaparición futura de los Estados soberanos, las guerras y las fronteras, sustituido todo por una federación internacional de poderes que implantaría una “paz perpetua”. La paz sería la victoria del “progreso de la razón” frente a las emociones irracionales y ancestrales. Ahora, con la crisis, la UE está ocupada por los egoísmos nacionales que segregan brotes etnológicos prefascistas e independentismos irracionales fuera de contexto y tiempo. Cataluña es un buen ejemplo de ello.

¿Y ahora, qué? ¿Qué hacemos con los legítimos sentimientos y emociones independentistas de muchos catalanes, exacerbados por algunos partidos, con el objetivo de la rentabilidad electoral? Tienen derecho a intentarlo dentro del marco establecido por la Constitución Española. Ya se ha dicho hasta la saciedad que constitucionalmente es imposible la independencia catalana por ser el pueblo español el único sujeto político soberano en España. Pero eso no soluciona totalmente la cuestión, porque Cataluña (y el País Vasco), efectivamente, tienen diferencias específicas a las que hay que dar una salida política madura que vaya encauzando una solución federal para todo el Estado español.

El problema territorial en España es casi eterno. La famosa “conllevancia” entre España y Cataluña de Ortega  ya se ha estirado mucho y quizás haya llegado el momento de empezar a hacer otro traje. Además el cambio de traje que se hizo con las autonomías, especialmente con su desarrollo uniforme e insaciable, ha devenido en inviable. La situación actual es un buen punto de partida para la reflexión y la acción política federal (la única posible). Entre el nacionalismo separatista y el nacionalismo centralista, el federalismo español. ¿Están los partidos españoles maduros para ello?

Mariano Berges, profesor de filosofía