viernes, 14 de febrero de 2014

ESCEPTICISMO OPTIMISTA


Recientemente he impartido minicursos de filosofía en algunos colectivos políticos y vecinales y he detectado un fuerte pesimismo sobre la situación actual. Y no solo pesimismo, también desmoralización. La crisis actual es también moral en los dos sentidos, anímico y ético. La crisis económica que padecemos sería más llevadera si hubiera al frente de la sociedad unas instituciones y unos dirigentes dignos que tuviesen credibilidad para pedir sacrificios a la ciudadanía. Es obvio que los cinco años que llevamos soportando la crisis dan razones más que suficientes para el pesimismo y el escepticismo (diferenciar los dos conceptos: el primero es anímico y el segundo, racional). Sin embargo, es una exageración afirmar que nunca hemos estado tan mal. Incluso algunos comparan en negativo ésta con otras épocas anteriores. Yo sostengo que nunca España ha disfrutado de un bienestar como en los últimos treinta años. Otra cuestión es la regresión de los últimos cinco años



Si queremos comparar épocas hay que tener una equilibrada perspectiva histórica y que la comparación sea entre secuencias temporales significativas. La crisis actual, que, reitero, es sistémica y, por lo tanto, significa un final de ciclo en todos los órdenes de la vida, exige un cambio de paradigma y, en consecuencia, un cambio de mentalidad para adaptarnos al nuevo modelo, cuyas características intuimos pero aún desconocemos. Las explicaciones simplistas de lo malos que son los bancos, los mercados, los políticos, los…, son simplificaciones groseras de una realidad compleja. Porque es cierto que lo que está pasando en el mundo desarrollado occidental ha tenido causas perfectamente explicables. Entender la crisis como el rapto de la política por la economía es no entender lo que está sucediendo. Es la política la que se ha dejado secuestrar por la economía para justificar su dejación de responsabilidades.



El siglo XX ha sido un siglo muy frágil sociopolíticamente. Sus notas más destacadas son dos guerras mundiales; el fracaso de la Sociedad de Naciones; el fracaso de la ONU, que evita las guerras en el primer mundo a costa de exportarlas a otros lugares estratégicamente seleccionados; el fracaso del modelo económico-político comunista y su desmoronamiento en 1989. Todo ello, más la revolución cibernética, obliga a una recomposición geoestratégica mundial. De ahí la globalización. Y ésta es la característica más profunda del momento actual. Depende de quién dirija la globalización, la estrategia que siga y la prioridad en sus objetivos, tendremos una globalización positiva o negativa para los intereses de las mayorías. Es el modelo de globalización lo que hay que modificar.



Por todo ello, y en línea con Gramsci, me declaro un escéptico optimista, escéptico cuando razono y optimista cuando actúo. Hay que dejar de mirarse el ombligo y trabajar por el futuro, que es la mejor manera de trabajar por el presente. Hay que regenerar todos los organismos y mecanismos que han sido útiles hasta ahora, sobre todo las instituciones públicas, de las que el Estado opera como clave de bóveda. Ellas son el fundamento de todo lo demás. Es urgente la regeneración institucional. Y para que esto sea posible hay que cambiar de mentalidad. La creencia de que nos han quitado lo que nos correspondía y nos lo tienen que devolver, es una creencia infantil que no resiste una mínima prueba racional.



Los humanos hemos inventado muchas cosas para nuestro desarrollo científico, económico y social. Entre ellas, la política. Sucede que el formato político actual no sirve para un futuro que ya está aquí. La desafección y la protesta social no son más que un indicio de que la solución no es la que estamos aplicando, aunque todavía no sepamos cuál sea la correcta. Los partidos políticos, los sindicatos y todas las organizaciones sociales pasan por una transición dura hacia la búsqueda de su nueva identidad y andan a la búsqueda de un discurso y un programa que se resisten. Pero han perdido el sentido de Estado: un Estado fuerte, racional, justo distribuidor de las plusvalías económicas y garante de una igualdad básica para todos. Parodiando a Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió el Estado? Por eso, en esta situación, y dada la tozudez de las cúpulas en no modificar su estrategia, ya sea por ignorancia o por interés, yo optaría por una opción biológica: incorporar a los jóvenes a la estructura en que se toman las decisiones. Ellos, a pesar de su lógica inexperiencia, poseen una nueva forma de mirar y están, por lo tanto, facultados para configurar otra cosmovisión, un futuro nuevo que, además, es el suyo. Los jóvenes no son un problema, sino la solución a nuestros problemas.



Mariano Berges, profesor de filosofía



sábado, 1 de febrero de 2014

NUESTROS HIJOS EUROPEOS

Nuestros hijos piensan radicalmente distinto que nosotros, sus padres. ¡Menos mal! Porque si tuvieran nuestra visión, configurada por conceptos como el paro, la seguridad, un proceso vital que ha ido de malo a bueno, con garantías sociales como la educación y la sanidad, que nos ha permitido una cierta comodidad denominada Estado de bienestar, y percibieran que todo esto está desapareciendo, su angustia vital sería peligrosa. La prolongada duración de la crisis económica ha provocado cambios radicales en la mentalidad de los jóvenes, que se enfrentan a su futuro con una mayor incertidumbre que las generaciones de sus padres. La juventud actual manifiesta especial preocupación por la denominada crisis del contrato social, que se puede formular como que si los jóvenes se forman correctamente la sociedad les garantiza una integración social digna cuando sean adultos. Sin embargo, el desempleo actual, las dificultades para la emancipación y la inseguridad en su futuro cuestionan ese contrato. Los jóvenes empiezan a dudar de la firmeza de ese contrato social.

Actualmente, el paraguas familiar está evitando la tragedia y la explosión social por parte de la juventud pero también está ocultando la realidad presente y futura. Los jóvenes tienen un conocimiento teórico sobre la crisis actual pero carecen de un conocimiento empírico y existencial, que es el enganche vital con la realidad. Han oído hablar del Estado de bienestar, incluso hasta lo han saboreado, pero todavía no han sentido en sus carnes la carencia del mismo. Su temor sobre la desaparición del Estado de bienestar es teórico y de prospectiva, pero aún no lo sufren. Las chicas de treinta y tantos años ya empiezan a dudar de su posible maternidad, dada su inestabilidad laboral y/o geográfica, tanto de ellas como de sus parejas. Si a ello añadimos que para muchos su futuro está en el extranjero, esta percepción se va confirmando.

Todo ello ocasiona en los jóvenes una adolescencia demasiado prolongada. La madurez y la autonomía solo se consolidan con la emancipación económica y física del hogar paterno y con unas condiciones dignas de trabajo y de confort. Si estos parámetros no existen, o tardan a existir, la visión fatalista del futuro comienza a aparecer, lo que puede ocasionar un deterioro físico y psíquico. ¡Que diferencia con la generación de sus padres, que sabíamos que nuestro trabajo en formarnos iba, casi seguro, a tener un final feliz. Nuestra vidas han caminado en un proceso progresivo de peor a mejor, lo que, psicológicamente, es lo mejor que le puede pasar a una persona. Sin embargo, el proceso inverso, que parece va a ser el de la juventud actual, que no van a superar a sus padres ni económicamente ni culturalmente, como sería lo natural, va generando en ellos un cambio de modelo existencial de mera supervivencia individual e individualista que va en perjuicio de ellos mismos y de la propia sociedad en su conjunto, que no se va beneficiar de las mejores energías juveniles. Si a ello añadimos que nuestra generación ocupa la casi totalidad de los puestos apetecibles en todos los ámbitos, nuestra responsabilidad como conjunto social, por comisión o por omisión, nos debería avergonzar.

Esas manifestaciones, y realidades, de que cualquier joven aceptaría cualquier trabajo, en cualquier sitio y por cualquier precio, supone la mayor degradación humana que podemos permitir. No sirve echar la culpa a los políticos y a los banqueros. Todos somos responsables, porque todos debemos ser políticos en el sentido griego de coadyuvar al justo desarrollo de la ciudad-estado. Todos, jóvenes y mayores, debemos armonizar las acciones formalmente legales (votaciones) con las menos formales (movilizaciones y movimientos sociales) para modificar la situación actual y, más aún, la situación que se vislumbra.

Precisamente, en breve tendrán lugar unas elecciones europeas en las que se va a elegir un Parlamento que, hasta ahora, ha dado muy poco juego y ha sido una especie de balneario donde los partidos políticos enviaban a sus egregios y viejos militantes. Pero el Parlamento Europeo debe ser la herramienta idónea para la modificación de esta realidad que es ya más europea que española. Europa es nuestra grandeza y nuestra miseria, porque el viejo proyecto federal europeo debe reaparecer frente a esta Europa de los mercados. Votemos para cambiar Europa y así cambiar nuestras vidas. No cometamos el error de perspectiva de que estas elecciones no van con nosotros.

Conclusión: nuestras vidas también dependen de nosotros mismos. Actuemos para que otros actúen. La pasividad y el “no hay nada que hacer” son nuestros peores enemigos.

Mariano Berges, profesor de filosofía