ADOLFO SUÁREZ, MITO Y REALIDAD
Con ocasión
de la muerte y exequias de Adolfo Suárez,
se demuestra una vez más que en España no hay como morirse para ser
aclamado y hasta mitificado por muchos de los que posiblemente en
vida le habían vituperado. Cuánto nos gustan en España los
homenajes a los muertos. Y qué poco analíticos somos. ¿Tendrá
razón Freud cuando
hablaba del complejo de culpa en la muerte del padre? Pienso que sí,
especialmente en nuestra tradición judeocristiana. Pero casi
siempre, la verdad suele ser objetiva y tirando al gris. Suárez ni
fue tan malo antes ni tan bueno ahora.
Sin embargo,
sí que podemos usar a Suárez como un ejemplo de que la juventud
tiene un valor insustituible, aunque carezca de la escenografía de
los mayores. La audacia, la intuición y, sobre todo, una nueva
manera de entender la realidad, hacen que los jóvenes consigan
resultados rápidos en cuestiones de estilo, de fronteras, de
rupturas, en definitiva, de cambios rápidos y radicales. Otra
cuestión muy distinta son los momentos de gestionar la normalidad y
la cotidianeidad. Para ello hacen falta otros valores y capacidades
que avalen una gestión y un liderazgo de coordinación, sin los que
es imposible avanzar.
Suárez fue
un importante líder en un momento en que se necesitaba la audacia
propia de un joven ilusionado por pasar a la historia. Porque él era
consciente de que lo que hacía era histórico. Y esa convicción
funcionaba en él como una fuerza interior imparable. Pero también
hay que mencionar a Torcuato Fernández
Miranda por su gesto visionario al proponer
su nombre al Rey. Y al propio Rey por aceptarlo. Y, sobre todo, hay
que apuntar en el haber a toda la sociedad española, que estaba
ansiosa por ser un país normal. Y tampoco hay que olvidar a otros
líderes como Santiago
Carrillo y Felipe
González. En mi opinión, éstos son los
mimbres importantes de la ahora discutible y antes indiscutible
Transición.
Es original
la perspectiva que toma Javier
Cercas en su libro
“Anatomía de un instante” cuando habla de que son tres
“traidores” a sus orígenes -Suárez, Gutiérrez
Mellado y Carrillo- los que mejor representan
el enfrentamiento al golpe de Estado del 23-F. Son las verdades
paradójicas las que mejor suelen configurar la nueva realidad de los
cambios políticos y sociales. En el caso que nos ocupa, una persona
del franquismo, falangista, inferior en prestigio a otros personajes
del momento (Areilza,
Fraga, Silva…),
pero joven, audaz, sin nada que perder y todo por ganar, es el
elegido por las circunstancias para liderar el tránsito de la
dictadura a la democracia. Su talante abierto a todo y a todos, su
conocimiento de la etapa pretérita para desmontarla, su decisión,
su convicción y por qué no, su seducción, jalonaron con gran éxito
su primera etapa política. La Constitución de 1978 y los Pactos de
la Moncloa son logros suficientes para pasar a la historia. Y otros
logros, no menos importantes, fueron el Estatuto de los Trabajadores,
la legalización de todos los partidos políticos y la aprobación
del divorcio. Lo que hace de Suárez un estadista pionero y
progresista. Los logros que he citado tienen un sustrato común: su
carácter social y equitativo.
La segunda
etapa de Suárez, en versión hagiográfica, no debió existir. No
todo el mundo vale para todos los momentos y circunstancias. Cuando
llega la normalidad de la política y la necesidad ya no era no
romper, inventar, crear, sino gestionar, planificar, formar equipos,
aparece su déficit para ese tipo de capacidades. Ahí Suárez
pinchó, aunque también es verdad que acosado por todos los flancos,
especialmente por el suyo propio. Pero, sobre todo, fracasó porque
carecía de algo imprescindible en un país normalizado y que sí
tenían el PSOE y el PCE, un aparato orgánico que mantuviese el
esqueleto de un partido político. Suárez nunca tuvo partido
político. La UCD era una buena idea pero sin aparato que lo
sostuviese. Al PP le costó muchos años llegar a ser el partido de
la derecha española. La UCD no era suficientemente de derechas como
para consolidarse. La UCD era el centro geométrico, lo que
conllevaba su inviabilidad.
La figura de
Suárez aparece como un gran catalizador y exponente de la mísera
condición natural del ser humano. No se reconocieron sus méritos en
su apogeo y se le ninguneó en su etapa posterior. Ahora, muerto por
una enfermedad de alta sensibilidad social, se le mitifica. Haríamos
bien en aprovechar la circunstancia de la muerte de Suárez para
copiar algunos de sus valores, como racionalizar y dignificar la
política y fomentar una convivencia más equitativa en los costes
sociales a los que la crisis actual nos obliga. Quizás, de esta
manera, España no lideraría el ranking de los países por su
desigualdad social.
Mariano Berges,
profesor de filosofía