La ventana indiscreta
La palabra clave
de esta semana es “estado de alarma”. Es un término bélico porque eso es la
actualidad, la guerra contra el virus. Quizás la característica más llamativa
de este estado de alarma sea que la implementación de las medidas queda en
manos de los presidentes autonómicos, con un órgano de cogobernanza (el Consejo
Interterritorial del Sistema Nacional de salud) que se reúne periódicamente. Es
una medida de corte federal. A ver si aprendemos. Pero no, ya han salido dos
gobiernos a protestar, el nacionalismo catalán y el madrileño, más por
autoafirmarse que por mejorar la propuesta. La postura de la presidenta
madrileña ya se pasa de esperpento. Oyéndola se pasa vergüenza ajena. Su
ignorancia y su atrevimiento van parejos. Sin embargo, casi todos los demás están
de acuerdo en que el estado de alarma es una herramienta necesaria
jurídicamente de la que cuelgan todas las medidas autonómicas que se quieran
implementar por parte autonómica, sin necesidad de ninguna tutela judicial
posterior.
La clase
política nacional ya ha empezado a discutir, que si es mucho tiempo, que mejor
dos meses y luego ya hablaremos. Cuando puede ser perfectamente al revés,
aprobemos seis meses y si la situación mejora mucho, suspendemos la alarma. La
cuestión de informar y controlar puede ser perfectamente compatible con los
seis meses de vigencia. Prácticamente, todos los expertos están de acuerdo en
que hay que poner un horizonte largo de tiempo, para no repetir el error de la
trepidante desescalada de junio. Hasta que haya vacuna o tratamiento. Ni hay
navidades ni puentes festivos ni Semana Santa. Solo hay virus, nuestro enemigo.
¿Han aprendido
algo nuestros dirigentes? La gente sí que ha aprendido: a obedecer, a ser
disciplinados, a ser prudentes, a tener paciencia, a sufrir. Excepto algunos,
claro. Algunos dirigentes o no han aprendido nada o, lo que es peor, usan el
coronavirus como instrumento político contra el Gobierno. Qué agradable sería
que por unos días callasen algunos políticos sobre la pandemia y dejasen de
decir tonterías. Se purificaría tanto el ambiente que hasta el virus pensaría
en irse por falta de contaminación.
¿Qué ha fallado
para que estemos como en marzo? Ha fallado, evidentemente, la prevención.
Parece que en España solo actuamos cuando el peligro lo tenemos encima. En la
primavera, cuando todo estaba fatal, todos nos pusimos las pilas y, mediante el
heroico confinamiento, se atajó el virus. Luego vino la desescalada y volvimos
a las andadas de “a vivir, que son dos días” y nos pegamos la segunda hostia.
Ahora volvemos al segundo estado de alarma, tarde como siempre pero bienvenido
sea. Y aún hay algunos que lo cuestionan. Dejémosles en paz y nosotros a hacer
lo que hay que hacer. Pero, una vez más, volvemos a responsabilizar casi en
exclusiva a la gente. Las autoridades no se atreven a prohibir, solo a
recomendar. Así no vamos a ninguna parte. Las sociedades democráticas funcionan
con leyes, y las leyes obligan democráticamente. Me estoy refiriendo al posible
confinamiento domiciliario que posiblemente habrá que volver a hacer. Los
números de los contagios lo dirán. Ojalá me equivoque.
¿Por qué los
partidos políticos son tan incapaces de ponerse de acuerdo, cuando sindicatos y
empresarios sí lo consiguen? Quizás sea porque los sindicatos-empresarios
juegan con las cosas de comer. Los partidos no sé con qué juegan, ni siquiera
en un momento como el actual en que nos estamos jugando el país, la gente del
país. Y no es por el uso de la fina dialéctica, porque en España la dialéctica
es de garrotazo goyesco. Los discursos de los partidos son distintos cuando
están en el gobierno o en la oposición. Incluso intercambiables entre ellos.
Mal está eso, pero en momentos cruciales como el actual eso es imperdonable. El
español y su cainismo genético. Pero no, los partidos van por un lado y la
sociedad (silenciosa) va por otro. Luego nos quejamos de la desafección
política. ¿Será que el síndrome de la guerra civil aún sigue? ¿Siempre va a
haber vencedores y vencidos? No, por favor, la Transición sí existió, y fue
ejemplar, con sus olvidos y errores. Pero, ahora, suena estridente por
comparación. Quizás por eso, a muchos no les gusta, y la zarandean o la falsea
¿Qué queremos?
Algo tan sencillo y tan vulgar como una democracia que funcione. Y que los
partidos se perciban a sí mismos como meros instrumentos al servicio de una
sociedad democrática. Y no al revés, la sociedad al servicio de los partidos.
Ahora toca derrotar al coronavirus, con las menos bajas posibles. Pues eso.
Mariano Berges, profesor de filosofía