En esta segunda parte
sobre la Administración Pública española vamos a fijarnos más en la mala
calidad de la cultura política y de la cultura administrativa de nuestras
administraciones públicas. Y así, se observa una gran desconfianza hacia los
empleados públicos y hacia la maquinaria administrativa en general. Los
políticos perciben a la Administración y a sus empleados como los enemigos que
hay que combatir o superar para poder poner en marcha los programas y proyectos
políticos. No se entiende a la Administración como lo que realmente es: el
instrumento de la política y de los
políticos para ejecutar los proyectos políticos. Parece como si la política y
la administración fuesen dos compartimentos estancos sin conexión ninguna. Más
aún, yo detecto poco conocimiento de la administración por parte de los políticos,
lo que trae como consecuencia una nula planificación de mejora y progreso. No
existen modelos de gestión, cuando deberían ser un pacto de estado básico entre
izquierda y derecha. Pues, aunque los modelos de gestión no son neutros
ideológicamente (privatizar o no, externalizar o no, modelo gerencial o no),
las diversas situaciones y circunstancias aconsejan una vía u otra en función
de su eficacia y eficiencia. Y siempre hay que priorizar ámbitos y políticas.
Una frecuente y
negativa característica generalizada en nuestros políticos es que son
profesionales de la política y no acreditan una trayectoria profesional o
empresarial previa o paralela. Ello hace
que su mayor y mejor energía se consume en mantenerse el máximo de tiempo en el
cargo público. La mayoría de los cargos públicos que colonizan las
administraciones públicas rehúyen tomar decisiones que hagan peligrar su
permanencia en el cargo. Inhibirse y ponerse de perfil ante los problemas se
suele llamar prudencia y no cobardía. A falta de proyectos políticos sí que
suele haber un gran proyecto personal: permanecer en el cargo.
Pero también entre los
empleados públicos existe una cultura administrativa muy acomodada y con escasa
tensión profesional. Es frecuente un cierto clima negativo y una gran
desmotivación, pues suele decirse que el inexperto (el político) dirige al
experto (el funcionario), lo que genera una lógica desazón. Pero esto, que no
es raro, debe ser modificado sustancialmente por los directivos, cuyo liderazgo
debe ser claro y valiente. Y todo ello debe ser catalizado por un proyecto
sólido y claro para la institución que se dirige, buscando la complicidad con
sus profesionales. Para ello el directivo, sea político o funcionario, debe
aspirar a ser un gran gestor. El concepto de gestión es el que dirime las
falsas diferencias entre izquierda y derecha.
De todo lo dicho hasta
aquí, podemos concluir que el gran problema de nuestra AP no es tanto un exceso
de administraciones o empleados públicos como la baja productividad de nuestras
administraciones públicas. Solo un ejemplo: un empleado público trabaja 200
horas menos al año que uno del sector privado. Las condiciones de trabajo de
nuestros empleados públicos son excepcionales (vacaciones flexibles, días de
asuntos propios, vulgo moscosos, y políticas de conciliación) con relación al
sector privado. Los sindicatos de la AP ejercen una gran presión ante la debilidad
de los políticos. Con gran frecuencia, los empleados públicos, por su egoísmo
individualista, carecen de los valores vinculados a la acción pública.
Otro ejemplo de
sinergia negativa entre la cultura política y la administrativa es la ausencia
de regulación de la dirección pública profesional, o sea, el conjunto de
puestos directivos que están justo debajo del nivel político y que representan
la máxima categoría estrictamente profesional. La AP española requiere
urgentemente una serie de innovaciones y mejoras: planificación estratégica,
gestión por objetivos y proyectos, cuadros de mando, evaluación de políticas,
carrera administrativa, evaluación del desempeño… Y sin dirección pública
profesional todo esto no es posible. El Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP)
propuso la figura del directivo profesional, pero no se ha traducido en nada.
No confundir los directivos profesionales con funcionarios que ocupan cargos de
libre designación. La clase política no está interesada en regular esta materia
ya que se siente muy cómoda ejerciendo una gran discrecionalidad política, con
frecuencia negativa.
Y finalmente, hay que
hablar también de la mala cultura social de los españoles en su relación con
las instituciones públicas, a las que valoran positiva y negativamente, en
función de los servicios y circunstancias. Esta relación de amor y odio es
compleja de análisis. Lo dejamos aquí.
Mariano
Berges, profesor de filosofía