domingo, 27 de agosto de 2017

LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA DEL FUTURO (2)

En esta segunda parte sobre la Administración Pública española vamos a fijarnos más en la mala calidad de la cultura política y de la cultura administrativa de nuestras administraciones públicas. Y así, se observa una gran desconfianza hacia los empleados públicos y hacia la maquinaria administrativa en general. Los políticos perciben a la Administración y a sus empleados como los enemigos que hay que combatir o superar para poder poner en marcha los programas y proyectos políticos. No se entiende a la Administración como lo que realmente es: el instrumento de la política  y de los políticos para ejecutar los proyectos políticos. Parece como si la política y la administración fuesen dos compartimentos estancos sin conexión ninguna. Más aún, yo detecto poco conocimiento de la administración por parte de los políticos, lo que trae como consecuencia una nula planificación de mejora y progreso. No existen modelos de gestión, cuando deberían ser un pacto de estado básico entre izquierda y derecha. Pues, aunque los modelos de gestión no son neutros ideológicamente (privatizar o no, externalizar o no, modelo gerencial o no), las diversas situaciones y circunstancias aconsejan una vía u otra en función de su eficacia y eficiencia. Y siempre hay que priorizar ámbitos y políticas.
Una frecuente y negativa característica generalizada en nuestros políticos es que son profesionales de la política y no acreditan una trayectoria profesional o empresarial previa  o paralela. Ello hace que su mayor y mejor energía se consume en mantenerse el máximo de tiempo en el cargo público. La mayoría de los cargos públicos que colonizan las administraciones públicas rehúyen tomar decisiones que hagan peligrar su permanencia en el cargo. Inhibirse y ponerse de perfil ante los problemas se suele llamar prudencia y no cobardía. A falta de proyectos políticos sí que suele haber un gran proyecto personal: permanecer en el cargo.
Pero también entre los empleados públicos existe una cultura administrativa muy acomodada y con escasa tensión profesional. Es frecuente un cierto clima negativo y una gran desmotivación, pues suele decirse que el inexperto (el político) dirige al experto (el funcionario), lo que genera una lógica desazón. Pero esto, que no es raro, debe ser modificado sustancialmente por los directivos, cuyo liderazgo debe ser claro y valiente. Y todo ello debe ser catalizado por un proyecto sólido y claro para la institución que se dirige, buscando la complicidad con sus profesionales. Para ello el directivo, sea político o funcionario, debe aspirar a ser un gran gestor. El concepto de gestión es el que dirime las falsas diferencias entre izquierda y derecha.
De todo lo dicho hasta aquí, podemos concluir que el gran problema de nuestra AP no es tanto un exceso de administraciones o empleados públicos como la baja productividad de nuestras administraciones públicas. Solo un ejemplo: un empleado público trabaja 200 horas menos al año que uno del sector privado. Las condiciones de trabajo de nuestros empleados públicos son excepcionales (vacaciones flexibles, días de asuntos propios, vulgo moscosos, y políticas de conciliación) con relación al sector privado. Los sindicatos de la AP ejercen una gran presión ante la debilidad de los políticos. Con gran frecuencia, los empleados públicos, por su egoísmo individualista, carecen de los valores vinculados a la acción pública.
Otro ejemplo de sinergia negativa entre la cultura política y la administrativa es la ausencia de regulación de la dirección pública profesional, o sea, el conjunto de puestos directivos que están justo debajo del nivel político y que representan la máxima categoría estrictamente profesional. La AP española requiere urgentemente una serie de innovaciones y mejoras: planificación estratégica, gestión por objetivos y proyectos, cuadros de mando, evaluación de políticas, carrera administrativa, evaluación del desempeño… Y sin dirección pública profesional todo esto no es posible. El Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) propuso la figura del directivo profesional, pero no se ha traducido en nada. No confundir los directivos profesionales con funcionarios que ocupan cargos de libre designación. La clase política no está interesada en regular esta materia ya que se siente muy cómoda ejerciendo una gran discrecionalidad política, con frecuencia negativa.
Y finalmente, hay que hablar también de la mala cultura social de los españoles en su relación con las instituciones públicas, a las que valoran positiva y negativamente, en función de los servicios y circunstancias. Esta relación de amor y odio es compleja de análisis. Lo dejamos aquí.       

Mariano Berges, profesor de filosofía

lunes, 14 de agosto de 2017

LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA DEL FUTURO (1)

La crisis actual ha hecho aparecer en España otras crisis casi eternas, de las que  nunca se ha intentado seriamente su transformación. Una de ellas, en mi opinión la más importante, es la crisis institucional, o sea, la necesidad de una buena Administración Pública (AP). En un país, lo más importante es el buen funcionamiento de sus instituciones, en cuyo engranaje los partidos políticos no son más que una herramienta al servicio de las mismas.
 Pero es que, además, la crisis se está llevando por delante la poca credibilidad que tenían nuestras instituciones. Habría que aprovechar la superación de la crisis y la corrupción para barrer definitivamente este modelo institucional tan mejorable. La obsesión por mejorar la competitividad económica debe ir acompañada de una profunda reforma de la función pública, apostando por la profesionalidad, la excelencia y el talento. De no ser así, es posible que la crisis financiero-económica se vaya superando (eso sí, con el adelgazamiento del Estado de bienestar que es el objetivo real de esta crisis), pero nos habremos instalado en un subdesarrollo institucional casi definitivo que hará inoperante el posible crecimiento económico. Es tan importante el cambio institucional que, de lo contrario, nuestro país nunca será un país moderno y desarrollado, ya que las instituciones son el factor fundamental del desarrollo integral de un país.
Es unánime la percepción de que tiene que cambiar la AP, aunque nadie tenga un diseño y una hoja de ruta sobre cuál es el modelo conceptual de la AP del futuro. Y solo desde un diagnóstico preciso es posible construir una propuesta certera y sólida.
Para hacer el diagnóstico hay que empezar por el análisis físico de la AP. Se suele decir que nuestra AP es demasiado larga (exceso de niveles administrativos: Estado, CCAA, Diputaciones, Comarcas y Ayuntamientos) y demasiado gruesa (exceso de empleados públicos). Esto es cierto pero es demasiado superficial, porque hay que hacer una comparativa con los países de nuestro entorno. Y ahí vemos que todos los países tienen sistemas complejos articulados en tres niveles: Estado, nivel intermedio y Administración Local. El sistema autonómico, que es el último en aparecer en España, está muy consolidado como para echarse atrás, por mucha discusión que haya sobre recentralización y descentralización. Y aunque haya muchas CCAA excesivamente pequeñas, y difíciles de justificar económicamente, el elevado nivel de institucionalización y apoyo social hace imposible su retroceso. El momento oportuno fue el de la elaboración de la Constitución de 1978, de donde salió un sistema autonómico excesivamente fraccionado. El famoso “café para todos” en una sociedad que entonces tenía muy pocos anhelos autonómicos.
Como a nivel autonómico no hay nada que hacer, salvo su perfeccionamiento, las miradas se concentran en el nivel local, que en España es muy complejo: Diputaciones (Provinciales, Forales, Cabildos, Consejos Insulares), Ayuntamientos y, en algunos casos, Comarcas. La víctima más propicia a su eliminación son las Diputaciones. Mi opinión es que no son el problema sino una solución (eso sí, claramente mejorable) ante un problema de mayor calado que es el excesivo volumen de municipios que hay en España: más de 8.000 municipios y el 85% de los cuales agrupan a menos de 5.000 habitantes, es decir, tienen unas dimensiones insuficientes para ser eficaces y eficientes en su gestión. También Francia y Alemania tienen inframunicipalismo. Y Grecia ha sido obligado por la UE a suprimir de forma radical el número de sus municipios, y ha suprimido dos terceras partes de los mismos. España tiene un gran problema para reducir el número de sus municipios, pues la opción de agregación de municipios no se plantea por ser un país muy ligado al cantonalismo y a la aldea. Por lo tanto, si no se cambia el actual mapa municipal, la supresión de las Diputaciones es un disparate, ya que su función reside precisamente en subsanar parcialmente las disfunciones de unos Ayuntamientos excesivamente pequeños para afrontar sus retos diarios de gestión. ¿Se está dispuesto a pasar de 8.000 municipios a 2.000? Ni lo considero conveniente ni posible. En todo caso, eso sería una cuestión previa a cualquier reducción de las Diputaciones.
Respecto al excesivo número de empleados públicos (tres millones), debemos compáralo con el de otros países europeos. Y ahí vemos que el ratio población/empleados públicos de España está en la media baja. Por ejemplo, Gran Bretaña, país de tradición y práctica ultraliberal, posee en términos relativos más empleados públicos que España.

Mariano Berges, profesor de filosofía