Hoy dejamos la formación de gobierno en España. Ya
hemos hablado demasiado. Dejemos a los políticos que demuestren su capacidad
constructiva y vamos a hablar de cuestiones más fundamentales, como son la
educación y la política.
En la situación
de estancamiento político en que nos encontramos debemos cambiar de estrategia
para poder generar una nueva perspectiva desde la que podamos configurar una
nueva sociedad. Todo ello supone pararse a pensar desde el análisis de lo
realmente existente. Y la mejor práctica que podemos hacer es observar y
analizar las mejores sociedades de nuestro entorno: cómo son y por qué son como
son. Lo primero que nos llama la atención es el fuerte sentido que tienen todos
sus ciudadanos de lo público y el uso de la educación como el instrumento
idóneo para llegar a ello.
Tener sentido de lo público es justo lo contrario que
la corrupción, porque si yo no pago impuestos o robo lo que es de todos o no
rindo en mi puesto de trabajo, estoy individualizando-privatizando lo público,
o lo que es lo mismo, me estoy desentendiendo del bien común. El individualismo
que rige entre nosotros es feroz, lo que nos esteriliza intelectual y
socialmente. Y la herramienta más eficaz para que el sentido de lo público sea
nuestra divisa más preciada es la educación. Que es distinta de la enseñanza.
La educación de la que hablo es la que va desde los 0 a los 100 años, no de la
enseñanza reglada. La cual puede ser también educación si, además de darse
materialmente, está bien impartida. En
los centros educativos cada vez hay menos ventanas para adaptarse a lo de fuera.
La alternativa pasa por llenar las clases de acontecimientos en los cuales el
profesor no resulte redundante.
La crisis política actual es una crisis de valores y
de conceptos básicos. Y si algo tienen los valores y los conceptos es que deben
cambiar a medida que va cambiando la sociedad. Por ello nuestra primera
obligación es saber analizar la sociedad en que vivimos, la de 2016, esta
sociedad que cambia a velocidad de vértigo en cuestiones materiales (nuevas
tecnologías, confort material, capacidad industrial productiva, comunicación
planetaria…) pero que permanece estancada para mucha gente en problemas básicos
(trabajo, vivienda, alimentos, educación, comunicación…). Si pensamos en ambas
dimensiones observaremos que la primera es técnica material mientras que la
segunda es lo que podríamos llamar sabiduría. Si no tenemos sabiduría la
técnica puede ser incluso regresiva y, en cualquier caso, causa de desigualdad
insoportable. Decía B. Farrington
que lo auténticamente revolucionario no son los descubrimientos sino su
divulgación, que es lo que realmente hace evolucionar a las sociedades.
Desde que existe la política mínimamente democrática
(otra vez los griegos) sabemos que la política es la consecuencia moralmente
obligatoria de nuestra condición de ciudadanos. Si en nuestras sociedades de
masas delegamos el ejercicio profesional de la política en unos pocos
representantes es por pura necesidad de eficacia, lo que no anula la
característica fundamental de la política que es la participación de todos. El
representante público que no fomenta la participación está haciendo un uso
perverso de la política. Si las elecciones se limitan a elegir a nuestros
representantes cada cuatro años, es puro mecanismo estéril que solo sirve para
justificar un sistema que tarde o temprano estallará. Si los partidos políticos
solo usan a sus militantes para justificar la aprobación de sus listas en
asambleas que apenas duran diez minutos, esos partidos son todo menos instrumentos
de democracia. En definitiva, sin participación no hay democracia.
Y para participar hace falta educación, formación,
criterio, autonomía decisional, libertad de expresión. En definitiva, personas
con ejercicio de su personalidad, conscientes de que vivimos en sociedad y de
que el vínculo más propio de la sociedad es la solidaridad. El cultivo de la
individualidad debe servir para ser más solidarios y no para retraernos en
nosotros mismos. J. Subirats dice
que más que de participación hemos de hablar de coproducción política de la
ciudadanía. Lo que implica incorporar a la gente en
esa tarea de búsqueda de soluciones, ya que los ciudadanos deben participar en
la solución del problema, porque la sociedad actual adolece de problemas
que las estructuras administrativas actuales, construidas y pensadas para otra
época, no son capaces de solucionar.
No es, pues, tanto un problema de modelo sino de la
calidad del modelo. La democracia representativa es un buen modelo, el menos
malo de todos, pero la calidad de nuestros dirigentes y la educación de los
ciudadanos deja mucho que desear.
Mariano Berges, profesor de
filosofía