domingo, 27 de marzo de 2016

Educación y Política

Hoy dejamos la formación de gobierno en España. Ya hemos hablado demasiado. Dejemos a los políticos que demuestren su capacidad constructiva y vamos a hablar de cuestiones más fundamentales, como son la educación y la política.

 En la situación de estancamiento político en que nos encontramos debemos cambiar de estrategia para poder generar una nueva perspectiva desde la que podamos configurar una nueva sociedad. Todo ello supone pararse a pensar desde el análisis de lo realmente existente. Y la mejor práctica que podemos hacer es observar y analizar las mejores sociedades de nuestro entorno: cómo son y por qué son como son. Lo primero que nos llama la atención es el fuerte sentido que tienen todos sus ciudadanos de lo público y el uso de la educación como el instrumento idóneo para llegar a ello.

Tener sentido de lo público es justo lo contrario que la corrupción, porque si yo no pago impuestos o robo lo que es de todos o no rindo en mi puesto de trabajo, estoy individualizando-privatizando lo público, o lo que es lo mismo, me estoy desentendiendo del bien común. El individualismo que rige entre nosotros es feroz, lo que nos esteriliza intelectual y socialmente. Y la herramienta más eficaz para que el sentido de lo público sea nuestra divisa más preciada es la educación. Que es distinta de la enseñanza. La educación de la que hablo es la que va desde los 0 a los 100 años, no de la enseñanza reglada. La cual puede ser también educación si, además de darse materialmente, está  bien impartida. En los centros educativos cada vez hay menos ventanas para adaptarse a lo de fuera. La alternativa pasa por llenar las clases de acontecimientos en los cuales el profesor no resulte redundante.

La crisis política actual es una crisis de valores y de conceptos básicos. Y si algo tienen los valores y los conceptos es que deben cambiar a medida que va cambiando la sociedad. Por ello nuestra primera obligación es saber analizar la sociedad en que vivimos, la de 2016, esta sociedad que cambia a velocidad de vértigo en cuestiones materiales (nuevas tecnologías, confort material, capacidad industrial productiva, comunicación planetaria…) pero que permanece estancada para mucha gente en problemas básicos (trabajo, vivienda, alimentos, educación, comunicación…). Si pensamos en ambas dimensiones observaremos que la primera es técnica material mientras que la segunda es lo que podríamos llamar sabiduría. Si no tenemos sabiduría la técnica puede ser incluso regresiva y, en cualquier caso, causa de desigualdad insoportable. Decía B. Farrington que lo auténticamente revolucionario no son los descubrimientos sino su divulgación, que es lo que realmente hace evolucionar a las sociedades.

Desde que existe la política mínimamente democrática (otra vez los griegos) sabemos que la política es la consecuencia moralmente obligatoria de nuestra condición de ciudadanos. Si en nuestras sociedades de masas delegamos el ejercicio profesional de la política en unos pocos representantes es por pura necesidad de eficacia, lo que no anula la característica fundamental de la política que es la participación de todos. El representante público que no fomenta la participación está haciendo un uso perverso de la política. Si las elecciones se limitan a elegir a nuestros representantes cada cuatro años, es puro mecanismo estéril que solo sirve para justificar un sistema que tarde o temprano estallará. Si los partidos políticos solo usan a sus militantes para justificar la aprobación de sus listas en asambleas que apenas duran diez minutos, esos partidos son todo menos instrumentos de democracia. En definitiva, sin participación no hay democracia.

Y para participar hace falta educación, formación, criterio, autonomía decisional, libertad de expresión. En definitiva, personas con ejercicio de su personalidad, conscientes de que vivimos en sociedad y de que el vínculo más propio de la sociedad es la solidaridad. El cultivo de la individualidad debe servir para ser más solidarios y no para retraernos en nosotros mismos. J. Subirats dice que más que de participación hemos de hablar de coproducción política de la ciudadanía. Lo que implica incorporar a la gente en esa tarea de búsqueda de soluciones, ya que los ciudadanos deben participar en la solución del problema, porque la sociedad actual adolece de problemas que las estructuras administrativas actuales, construidas y pensadas para otra época, no son capaces de solucionar.

No es, pues, tanto un problema de modelo sino de la calidad del modelo. La democracia representativa es un buen modelo, el menos malo de todos, pero la calidad de nuestros dirigentes y la educación de los ciudadanos deja mucho que desear.


Mariano Berges, profesor de filosofía

sábado, 12 de marzo de 2016

SE BUSCA UN PRESIDENTE

Proceso de investidura: nada se sabe, nada se espera, todo se sospecha. Y aún quedan cincuenta larguísimos días. Solo se habla de políticos con nombre propio, pero poco de ideologías, ni de estrategias, ni de programas mínimos de coyuntura. Los documentos que pululan rozan las cien páginas y los doscientos acuerdos. ¿Para qué tanto? Al final, gobierne quien gobierne, tiene muy reducido su margen de maniobra desde la perspectiva de los recursos. De partida, lo imprescindible es la credibilidad, ya que nada de lo propuesto está garantizado. Y de credibilidad andan todos escasos. Pero el debate no ha supuesto ningún fracaso, ya que la percepción de la gente respecto a los líderes políticos ha aumentado cuantitativa y cualitativamente. Pero, aun con un debate intenso e ilustrativo, eso no supone mucho conocimiento. En los momentos previos a la decisión (de votar) lo importante es, después de la credibilidad, el discurso, que debe ser claro, original y atractivo. Porque  “para conquistar el poder en una democracia, primero hay que conquistar la hegemonía de las ideas”.

Se insiste mucho en si un pacto de izquierdas, de centro o de derechas. Sin embargo, hablar de ideologías hoy es muy complicado, porque las ideologías son un producto del siglo XIX y la sociedad actual es del XXI. Y los cambios sociológicos y técnicos que ha habido todavía no han sido procesados por ninguna teoría. Vivimos un presente muy intenso y muy abierto, cuya máxima característica es la incertidumbre. Y, sin embargo, nadie pone la duda en el centro de su discurso, cuando es el concepto en torno al cual deben girar las propuestas. Actualmente, la socialdemocracia (SD) no tiene espacio propio, pues la economía global lo dificulta. Por lo que se impone una coyuntura de reformismo progresista, gradual y riguroso en las prioridades. Marcar la buena dirección con transparencia y honradez da la credibilidad necesaria, al margen de los resultados, que no están garantizados.

Es difícil resistirse al análisis de la escenificación teatral de los políticos durante el proceso de investidura. A Rajoy, que es un buen parlamentario, le ha perdido su estilo prepotente de forma y simple de fondo. Humor gallego que se anula al usarlo despectivamente con el adversario (“¿lo entiende usted?”). Su mensaje ha sido coherente, lo que es su perdición, ya que tiene que defender lo que ha hecho durante cuatro años y justificar la corrupción. Sánchez ha sido el protagonista por haber conseguido, contra tirios y troyanos, ser el candidato a la investidura. Con un estilo épico, correoso y reiterativo, ha salido bien parado. Aunque no se sabía muy bien si estaba hablando a los parlamentarios o al comité federal de su partido. Su papel era muy difícil. Pero, insisto, ha aprobado con nota. Incluso ha puesto en circulación un concepto como el de “mestizaje ideológico”, que explicaría bien su intento de transversalidad entre partidos de ideología distinta, ante la imposibilidad de un gobierno socialdemócrata. Pablo Iglesias ha sido el gran perdedor del debate: mitinero desfasado, buen dialéctico aunque con trampas de fondo, adánico, presuntuoso en exceso, ha demostrado que su objetivo no era investir a nadie sino hacer el sorpasso al PSOE en las próximas e inmediatas elecciones. Rivera ha sido el gran triunfador: se ha apoderado del centro (su mención de Suárez fue muy significativa), ha mostrado habilidad estratégica, y se ha convertido en el político bueno que busca el bien de España a costa, si es preciso, de su sacrificio personal y de su partido.

Es curioso el ruido que ha armado, especialmente en el PSOE, la supresión de las diputaciones provinciales, de las que todos hablan cuando son las grandes desconocidas. Y es lógico ese desconocimiento, pues su cliente (en terminología de mercado) no son la gente sino los ayuntamientos. En esta cuestión, como en todas, lo importante es la función (servir a los pequeños  municipios y vertebrar el territorio) y lo secundario es qué organismo la realiza o cómo se llama dicho organismo. Son los ayuntamientos la clave del asunto. Y son ellos los que tienen que manifestarse acerca del instrumento que les va a posibilitar el ejercicio de sus potestades constitucionales. Que las diputaciones sean instituciones manifiestamente mejorables no es argumento para su supresión sino para su transformación. ¿O no son mejorables las comunidades autónomas o el propio Estado? Las que duplican la función son las comarcas o cualquier otro gobierno intermedio que se invente. No tiene sentido desnudar a un santo para vestir a otro, para realizar la misma función. En fin, asunto complejo y complicado que merece la pena discutirlo con sosiego y conocimiento.


Mariano Berges, profesor de filosofía