El pasado 2 de abril apareció una noticia en los medios de comunicación que para mucha gente pasaría desapercibida y que a mí me parece de una gran importancia. El título era “Escrivá prepara la mayor revolución de la Administración pública de la democracia”. Y subtitulaba “El Gobierno propondrá este año tres leyes para asemejar el funcionamiento de la AGE (Administración General del Estado) al de una empresa: orientación a resultados, evaluación, organización por funciones, directivos...”. Esperemos que este enésimo intento acabe por fin con la Administración del siglo XIX, pues ni siquiera la Nueva Gestión Pública (NGP), que aparece tras la 2ª Guerra Mundial, tuvo eco en la Administración española. Ojalá mis sospechas se evaporen.
El paquete se concretará en tres leyes que se
aprobarán durante este año, según figura en el Plan anual normativo 2024. Ello
significa que la Administración va a dejar de funcionar exclusivamente por
departamentos y pasará a funcionar también por funciones y procesos. Lo que
dará unidad y claridad a los objetivos que se intentan conseguir. Esta nueva
manera de funcionar exigirá equipos interdisciplinares frente a la rigidez y
desconexión actual. Junto a todo ello, aparecerá la evaluación en el desempeño de
los funcionarios como herramienta que garantice el cumplimiento de las metas. Y
se desarrollará, por fin, la figura del directivo profesional, que ya hace años
que duerme el sueño de los justos en el EBEP (artículo 13). Su designación
estará basada en los principios de mérito,
capacidad, idoneidad y mediante procedimientos que garanticen la publicidad y
concurrencia, evaluación con arreglo a criterios de eficacia y eficiencia,
responsabilidad por su gestión y control de resultados en relación
con los objetivos que le hayan sido fijados. Se trata de una figura clave en la
nueva Administración.
Desde esta perspectiva,
la diferencia entre empresa pública y empresa privada ya será tan grande, pues,
aunque son distintos los intereses y los objetivos, la dimensión técnica que
ambas exigen tiene un sustrato común y una metodología semejante. Hablar hoy de
gestión empresarial no es sinónimo de empresa privada, ya que la empresa ya no
puede interpretarse sólo como una unidad económica, sino que ha pasado a ser un
concepto de organización. Gestionar mal es un peligro para la libertad, porque
eso significa dejar que una fuerza distinta de la razón condicione la realidad.
Lo dicho anteriormente
no supone un cambio de bando vergonzante de los intereses sociales. Hoy es
posible y necesario superar la tradicional relación hostil y un tanto
esquizofrénica entre técnica organizativa (gestión eficiente) y progreso de los
trabajadores. Esta dicotomía ha sido generada tanto por la presencia de
elementos ideológicos no depurados (corporativismo sindical) como por la
ausencia de análisis dialéctico. Actualmente se dibuja un perfil de técnico y
de funcionario con talento, la posibilidad de un conocimiento culto y humanista
de la gestión, libre de contingencias mecánicas por la explosión de la
informática, y liberado también de la beligerancia social, ya que no tiene
porqué plantearse en términos de conflicto sino de diálogo y comunidad de
intereses. Una empresa, ya sea privada o pública, se administra, en su
especificidad, según algunos principios comunes: organización, estrategia,
poder y control. Cada empresa se articula en torno a su propia misión. Y el
gestor tiene que saber siempre quién es, dónde está y dónde va, antes de
lanzarse a la acción.
Posiblemente este
artículo sea excesivamente teórico y el lector exija una mayor concreción. Pues
bien, pienso y digo que la administración pública actual es, en general, una
empresa sin jefes y sin organización; está deficitaria de planificación y de
objetivos claros. Sin embargo, hay funcionarios magníficos insuficientemente
motivados y otros funcionarios, los menos, incumplidores de su función y
profesionales del “escaqueo”. Lo perverso del sistema es que ambos grupos de
funcionarios son igualmente tratados, lo que desmotiva aún más al probo
funcionario. Una de las causas de esta situación es la indefinición del
concepto y de la función del directivo profesional en la Administración
pública. Otro factor incidente es la excesiva politización de la
administración, lo que resta posibilidades a la implantación de una más eficaz
y eficiente profesionalización. Y, por último, no es menos perjudicial para
este reto la corrupción (de políticos y funcionarios), y lo que aún es peor, la
excesiva tolerancia social con la corrupción.
La falta
de eficacia-eficiencia (hacerlo bien optimizando los recursos) es una
consecuencia de la ausencia de auténticos directivos, y de una inexistente
coordinación político-administrativa que nos arrastra a la estéril
compartimentación de servicios, que sirve para justificarse los políticos y
funcionarios pero que deja a la sociedad sin una respuesta rigurosa a sus
demandas.
Mariano Berges,
profesor de filosofía