Ambas han sido las dos dimensiones profesionales de mi vida. De cuarenta años que he estado en la vida pública, veinte han sido como político o cargo público y otros veinte como docente de filosofía. En ambas he disfrutado y de la práctica de ambas he aprendido. La impartición de clases me ha servido para la dialéctica política (para saber ganar y para saber perder). Siempre me he sentido socrático en la discusión, si gano enseño y si pierdo aprendo. Por eso, cuando perdemos en una discusión deberíamos dar las gracias, pues nos ha introducido en una nueva perspectiva que enriquece nuestro proyecto personal, hemos transitado del error a la verdad.
He conocido la política
y a los políticos, aunque la política que yo viví era muy distinta a la de
ahora. No voy a cometer la grosería de afirmar la superioridad de los políticos
de antes a los de ahora. Son momentos distintos que necesitan políticos
distintos. Defender los viejos principios frente al pragmatismo actual es caer
en el esencialismo. Y la política siempre ha sido la dimensión práctica de la
filosofía. Todo lo contrario al esencialismo, que se lleva mejor con
situaciones más fijas y estables que piden conceptos más rígidos y un
pensamiento fuerte. La situación actual, líquida la llaman muchos, proveniente
del pensamiento débil y anclada en la posmodernidad, exige un aprendizaje
permanente y un cambio continuo frente a situaciones siempre nuevas y con
ciudadanos que tienen la incertidumbre como marco configurador de sus vidas.
Por eso, la política debe estar también en un cambio permanente en el que los
viejos conceptos rígidos quizás ya no sirven. La humildad es quizás una de las
virtudes más científicas en un dirigente de cualquier actividad. La humildad y
la curiosidad que comporta toda apertura mental son el origen de la sabiduría. Por
eso no es bueno perdurar mucho tiempo en los cargos públicos, porque se pierde
frescura, y, con las adulaciones que continuamente se reciben, acaba uno por creerse
dueño natural de ese cargo, que le va que ni pintado.
Y junto a la política y
la filosofía está el lenguaje, que es un instrumento, y como tal puede ser
usado o abusado. Entiendo por usado cuando se hace un uso correcto de él, o
sea, que sirva para comunicar el pensamiento del hablante. Entiendo por abuso
del lenguaje cuando se pervierte su uso y se usa para mentir, o sea, para
ocultar el pensamiento de quien habla o para transmitir algo falso o
incoherente. Tanto callar cuando hay que hablar como hablar sin decir nada es
uno de los grandes fraudes de la política. “La verdad se corrompe o con la
mentira o con el silencio”, decía Cicerón. Las declaraciones públicas de los
políticos con frecuencia son puramente retóricas. Se dice lo que no se piensa y
se piensa lo que no se dice. El lenguaje político, en este caso, en vez de
transformar la realidad sirve para enmascararla. “Yo hago lo que me dicta mi
conciencia a través del pinganillo”, decía una irónica viñeta de El Roto.
La interrelación entre
filosofía, política y lenguaje está más que contrastada. Sus fundamentos se
necesitan e interactúan entre ellos. El conocimiento de ellos debería ser una
práctica básica para los políticos. Y su correcto ejercicio daría a los
ciudadanos pautas para la comprensión y distinción entre unos políticos y
otros. Vemos, pues, que para
eso sí que sirve la filosofía. No en un sentido profesional sino en otro más
elemental: reflexionar sobre lo que pasa. Los primeros filósofos griegos (Tales
y compañía) usaban un método muy sencillo pero profundo: observar la realidad y
reflexionar sobre ella. Además de no hacer lo que se había hecho hasta
entonces: encomendar al más allá la solución de nuestros problemas. Mirar bien
para poder ver la realidad, y reflexionar bien para operar en consecuencia. Eso
es la filosofía y eso debería ser la política. El lenguaje sería la traducción
correcta de ambas.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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