Advertencia previa: este artículo, aunque generaliza lo hace
por economía literaria, pero generalización no es sinónimo de universalización.
Hay muchos políticos honestos.
Lo primero que debe tener un político es responsabilidad, o
sea, que tiene la obligación de responder de sus actos ante la institución para
la que sirve, y en última instancia, ante la justicia. Todos somos sabedores de
la picaresca como característica específica de los españoles y a la que
atribuimos la frecuente corrupción en la política española. Sin embargo, no es
ésa la verdadera razón causal, sino que la causa fundamental radica en la
facilidad que dan las instituciones españolas para la irresponsabilidad de sus
políticos. El diseño de nuestras instituciones deja mucho espacio para la
picaresca y la corrupción de sus directivos políticos.
Pongamos un ejemplo. El Ejecutivo de una institución debe
rendir cuentas, en teoría, ante el Legislativo. Sin embargo, al no haber
separación real de estos dos poderes, pues ambos (el Ejecutivo y la mayoría del
Legislativo) dependen directamente del mismo partido político, el segundo no
está en disposición de exigir responsabilidades a los miembros del Ejecutivo.
Si a ello añadimos que las mayorías de los órganos de control están cooptados
por dicho partido político mayoritario, la impunidad se acentúa. Quedaría el
poder judicial como última instancia de exigir responsabilidades, pero también
aquí la larga mano de los partidos políticos mayoritarios construye mayorías en
los distintos órganos judiciales, especialmente en su máximo órgano, el Consejo
General del Poder Judicial. Del Fiscal ni hablamos, pues está nombrado
directamente por el Gobierno de turno.
Ésta y no otra es la cuestión fundamental a la hora de
analizar las causas de la corrupción estructural en la política española. Los
políticos de los países nórdicos, no es que sean genéticamente más honestos que
los españoles, sino que están en unas instituciones mucho más difíciles de
trampear. A lo que habría que añadir la altísima permisividad social que existe
en España, pero esto es también consecuencia ambiental del mal diseño de sus
instituciones.
Sigamos la secuenciación. Y los partidos políticos ¿ante
quién responden? En teoría, ante sus afiliados y ante sus electores. Los afiliados
de un partido, generalmente, son hooligans de “su partido” y segregan poca
sustancia gris y menos masa crítica. Respecto a los electores, un sistema
bipartidista, como el tenido hasta ahora, poco problema plantea, pues ambos dos
partidos tienen su respectivo lecho electoral, con un segmento intermedio que
oscila periódicamente y que da la victoria a uno u otro partido
alternativamente. Actualmente los dos partidos se han convertido en cuatro.
Haría falta que los cuatro fuesen realmente diferentes e hicieran un juego
parlamentario honesto y eficaz para la mayoría de la sociedad. En cualquier
caso, el aumento de pluralidad política enriquece a la sociedad.
Elaborar y mantener toda esta maraña relacional entre los
distintos poderes y sus adláteres consume casi toda la energía de los partidos,
por lo que queda poca para elaborar proyectos de país e imaginar soluciones a
los diversos problemas que tiene la sociedad. Estamos ante un régimen realmente
endogámico, donde, salvo ligeros matices, todos van a lo mismo: su propia
supervivencia.
El sistema surgido de la Transición primó el papel de los
partidos políticos como instrumento central de la política. Lo que tiene su
lógica cuando se sale de una larga dictadura que había prohibido los partidos. Pero
con el tiempo y la ayuda de una ley electoral que ha favorecido el
bipartidismo, los partidos que se alternan en el poder han aprovechado las
ventajas que les otorgó la arquitectura diseñada en la Transición para
colonizar todo el espacio institucional, de modo que aquellas estructuras
creadas para canalizar y facilitar la pluralidad política, han acabado
asfixiándola. El resultado ha
sido un empobrecimiento de las élites políticas. Lo que impera es un sistema
que da a unas pocas personas situadas en las cúpulas de los partidos un poder
casi absoluto sobre todos los niveles de la administración. Los mecanismos de
elección partidaria tienden a expulsar fuera del sistema a quienes se mueven
por otros impulsos o no se avienen, por razones éticas o de exigencia política,
a las reglas de ese ecosistema. Mediocridad política y corrupción son, en
realidad, dos caras de la misma moneda.
No obstante todo lo dicho, la política y los políticos son,
de momento, imprescindibles. Por favor, modifiquemos el diseño de nuestras
instituciones para que la política sea eficaz además de ética. Solo es cuestión de voluntad política.
Mariano Berges, profesor de filosofía