Como yo soy mayor
recuerdo con emoción el 28 de octubre de 1982, fecha de la primera victoria
socialista, con mayoría absoluta, la máxima habida hasta ahora -202 escaños-, y
el surgimiento de la figura de Felipe González con su propósito, en gran parte
cumplido, de modernizar y europeizar a España. Fueron catorce años de potente gobierno
socialista hasta que el cansancio y ciertos pasajes de corrupción agotaron esa
fuerza política. Todo fue bien mientras duró. Pero se trata de una lógica
aplicable a todas las cosas, inanimadas y animadas, y más todavía a la conducta
humana, tanto individual como colectiva.
De entonces a ahora
han pasado muchos años y muchas cosas. Pero si lanzamos una mirada panorámica,
exenta de prejuicios, observamos que cada época tiene sus características y sus
protagonistas. Que no es justo ni sano analizar el presente con criterios del pasado.
Yo siempre he defendido que cada generación tiene el derecho y el deber de
construir su presente y preparar su futuro. Y que los mayores tenemos la
obligación de ponernos en su lugar e intentar entender qué y por qué hacen lo
que hacen. El análisis del presente no se puede hacer desde nuestras viejas
coordenadas, alimentadas por una nostalgia improductiva y estéril.
Pues bien, en la
actualidad, tenemos un gobierno de coalición entre PSOE y una presunta
izquierda de la izquierda, que a trancas y barrancas va sacando adelante una
legislatura nada fácil. Su presidente es un socialista joven, desconocido hasta
hace muy poco tiempo, audaz hasta casi la temeridad, que se ha atrevido a
elaborar unas fórmulas, alianzas y propuestas, a las que desde unos parámetros
seniors, entre los que me incluyo, les dábamos poco tiempo de duración. Le
hemos negado el pan y la sal. Lo hemos tildado de superviviente a costa de las
esencias socialistas que estaba dilapidando. Y él ha aguantado carros y
carretas; ha surfeado como nadie todo tipo de olas, amigas y enemigas; ha
mantenido el tipo y nunca ha dejado de pergeñar un futuro más o menos borroso
pero mínimamente viable. Hacer todo eso solo y aún en contra de las esencias
socialistas, de insultos de los suyos y de los contrarios, de análisis descalificadores
de los medios amigos, menos amigos y enemigos y, a lo máximo, con la
indiferencia de los más, todo ello no deja de tener su mérito, si no poético sí
épico.
Sí que hay algo a lo
que, ni en la actualidad ni en el pasado, se le ha metido mano: la poca calidad
de nuestras instituciones. Se trata de un mal endémico y sistémico de nuestro
país de cuya regeneración huimos permanentemente. Lo nuestro es el presentismo
y no la planificación estratégica. Nunca hemos entendido que la política es un
proceso donde unos lo planifican, otros lo llevan a cabo y los terceros lo modifican.
Si quitásemos de nuestra liturgia tanta inauguración y todos tuviéramos la
dignidad de reconocer los méritos de los demás, todo sería más limpio.
Pues bien, sigo con lo
que estábamos: el “gobierno Frankestein” sigue impertérrito su andadura entre
la pandemia vírica, la guerra de Ucrania y la crisis energética que nos rodean.
Nadie nace aprendido y todos tenemos que desaprender para volver a mirar con un
nuevo visor lo que ocurre en la actualidad. Lo que no es fácil y exige eso que
los clásicos llamaban la metanoia o reconversión de la mente.
No me he reconvertido
en fan de Sánchez, pero algún mérito habrá que otorgarle. Y junto a Sánchez a
todos los acompañantes bajo palio, que sin exquisitez pero con aguerrida
militancia (¿interesada?) lo siguen y corean. ¿Es Sánchez el problema? ¿Es la
solución? Quizás sea el problema y la solución.
He escrito este
artículo desde y contra mis prejuicios y, como siempre, reivindicando el
derecho a equivocarme. Pensar y opinar nos hace más libres.
Mariano Berges, profesor de filosofía