domingo, 21 de abril de 2019

La España vacía

De vez en cuando adquieren fortuna palabras o expresiones, que a veces no se sabe por qué. Unas veces es el título de un libro, “La España vacía”, por ejemplo; otras veces es el contenido de una novela, “La lluvia amarilla”. Este último título muy anterior al primero. Y a partir de ahí esa expresión se pone de moda y salta a las conversaciones, tertulias y, como no, a la política.
Cuando algo salta a la política lo hace como arma arrojadiza de unos contra otros. Casi nadie define el asunto, ni lo acota ni explica su génesis y, mucho menos, su solución. Si es algo negativo la culpa es del gobierno, que no ha hecho nada por corregir lo que sea. Sin tener en cuenta que eso quizás ha sucedido con gobiernos de todos los colores. Si es algo positivo son los méritos del suceso de los que nos intentamos apropiar. Sin tener en cuenta que cualquier proceso importante, un gobierno lo planifica, otro lo ejecuta y otro lo paga. Lo inaugura aquel que ejerce el gobierno en ese momento. ¡Qué pocos políticos suelen recordar a otros políticos coautores del éxito que se celebra!
Pues bien, ciñéndonos a la última expresión con éxito, “La España vacía o vaciada”, que hace referencia a la despoblación rural, empezaré diciendo que es una cuestión que, hoy por hoy, no creo que tenga solución, puesto que es un fenómeno que obedece a un modelo de civilización urbana, que arranca en España en los años sesenta, siguiendo la pauta de otros países más avanzados. La economía manda y en la economía del conocimiento los trabajadores cualificados interactúan entre ellos en los lugares de relación, que son las ciudades desarrolladas. Ése es el espacio donde se ubica y se interrelaciona la tecnología, la inteligencia social y la política. Por eso, la población se concentra en las ciudades. ¿Por qué ha sucedido así? Porque la dinámica social y económica así lo han impuesto. ¿Eso es malo o bueno? No es ni malo ni bueno. Sí que es, como casi todo, mejorable. Si en España, además de Madrid y Barcelona, hubiese seis u ocho ciudades más con un mayor desarrollo, la igualdad sería mayor y el desarrollo más equilibrado. Pero esto no tiene nada que ver con la despoblación rural.
Hay problemas de los que desconocemos su solución. El despoblamiento rural y su empobrecimiento es uno de ellos. Reconozcámoslo y dediquémonos a aquello que sí tiene solución: el paro en general y, especialmente el paro de los jóvenes, la desigualdad, el acceso a la vivienda, la corrupción, la eficacia institucional, la sanidad, la educación… Porque la despoblación rural no es un castigo divino, sino que es un fenómeno que hemos generado nosotros como sociedad. La globalización mundial, el proceso de producción, la economía financiera, las nuevas tecnologías, la manera de relacionarnos con la naturaleza… Todo ello exige grandes concentraciones urbanas. ¿Quién ha dirigido esta operación? Los dos factores que han configurado nuestra civilización: el capital y la ciencia. Sin capital no hay ciencia y sin ciencia no hay cambios significativos. Otra cosa distinta es que la globalización está desregularizada, lo que genera desigualdad y desequilibrio en la distribución de la riqueza. Mientras la política no controle algo más el desarrollo de la riqueza, el problema de la despoblación seguirá aumentando. Los problemas de la deslocalización industrial, del final de algunos procesos energéticos, de la necesidad de una mayor capacidad técnica en los trabajadores, está modificando tan rápidamente y tan radicalmente nuestra sociedad, que nuestros políticos parecen meras marionetas en el escenario de la tragedia. Nada evitan y casi nada aportan, aunque ellos crean lo contrario.
Conclusión: la gente va donde está el empleo y la riqueza. Las grandes ciudades desarrolladas seguirán creciendo y los pueblos seguirán siendo abandonados. Y el proceso sigue, ya que la despoblación también empieza a aparecer en algunas poblaciones intermedias. Lo que no quiere decir que la calidad de vida de los supervivientes rurales y de los que usan los pueblos como segunda residencia, no pueda tener un mínimo de dignidad en servicios y conexiones, en forma de infraestructuras e Internet. Pero nunca revertirá la tendencia. Podemos mejorar los servicios públicos en las zonas rurales, mejorar sus infraestructuras, incluso concederles privilegios fiscales, como algún político ha prometido Pero estas soluciones no atacan la raíz de los problemas, pues la razón por la cual los jóvenes se van de estos lugares no son los altos impuestos o las malas escuelas, sino la ausencia de oportunidades.
Un pequeño alivio sería dar mucho más juego en servicios e infraestructuras a esas ciudades intermedias que hacen de centro comarcal de los pequeños pueblos de alrededor. En Aragón, por ejemplo, en lugar de crear las comarcas políticas y administrativas como servicio redundante de las diputaciones provinciales, deberían haber potenciado esta red de ciudades intermedias, sin crear nuevas estructuras políticas. Más barato y más complementario con las diputaciones. Si a ello añadimos conexiones informáticas y de elementos móviles (carreteras, ambulancias, transporte escolar, guarderías ambulantes…) la vida rural mejoraría bastante.
Eso sí, en la larga campaña electoral que estamos sufriendo, todos los políticos van a “luchar” contra la despoblación rural. No deja de ser, como mucho, una postura romántica. Y en política, el romanticismo es peligroso o mentiroso.
Soy consciente del peligro de ser malentendido y que muchos habitantes de la España rural pueden sentirse ofendidos por alguien que habla desde la ciudad. Pero, como decía Hume, “contra la tozudez de los hechos no hay teoría que se sostenga”.
Mariano Berges, profesor de filosofía




sábado, 6 de abril de 2019

40 años de democracia municipal


 Este último miércoles 3 de abril se celebró el cuarenta aniversario de las primeras elecciones municipales tras la guerra (in) civil española. La izquierda española, con el pacto PSOE-PCE, según el cual el partido menos votado de los dos apoyaba al otro para lograr la alcaldía, tomó el poder en la mayoría de los ayuntamientos españoles. Fue un mandato lleno de ilusión y con un cambio de rumbo radical respecto a los ayuntamientos franquistas. Hubo alcaldes importantes que se constituyeron en símbolos de la nueva época: Tierno Galván en Madrid, Maragall (tras un breve período de Serra) en Barcelona, Sainz de Varanda en Zaragoza, Vázquez en Coruña, Anguita en Córdoba… Y otros muchos, más desconocidos, pero portadores de la nueva democracia.
Cuando llegan las elecciones de 1979, los españoles, en su aparente pasividad, se rebelan contra cuarenta años de silencio y humillación. Lo hacen en silencio, como se ejecutan las grandes decisiones, con toda su rabia contenida y contra la historia, contra su triste historia. Votan masivamente. Aunque ya había rey en España, la cultura republicana estaba presente en gestos, palabras y lágrimas. Muchas personas, ya mayores, confesaron que había merecido la pena vivir hasta entonces. El 3-A-79 fue un clamor en España. Los sectores progresistas tomaron democráticamente el poder local y ante nosotros se abría un futuro espléndido. Las expectativas populares eran muchas y profundas. El primer mandato municipal fueron cuatro años maravillosos en los que lo emotivo, lo simbólico y lo eficaz se interrelacionaron armónicamente.
Lo más hermoso y rupturista fue ver las caras nuevas en los sitiales representativos. La gente anónima sentía que había entrado en su ayuntamiento, tras muchos años de expulsión ilegítima e inmoral. Personas hasta entonces perseguidas o, como mínimo, mal vistas, rojos se decía entonces, fueron puestas por los españoles para gestionar la cosa pública en su localidad. Palabras como ciudadano, solidaridad, democracia, constitucional, memoria histórica… eran nuevas en las conversaciones. Las primeras fiestas que se celebraron en 1979 en todas las ciudades y pueblos de España fueron fiestas fundamentalmente de exaltación democrática. La calle era el escenario recobrado por el pueblo. En esos momentos se comprende la humildad y la grandeza de un voto. Se entiende la transformación colectiva de los esfuerzos individuales, por insignificantes que parezcan. Y, sobre todo, se entiende la grandeza de la democracia, donde todos los votos son iguales, como traducción fiel de la igualdad universal.
Con la llegada de los primeros ayuntamientos democráticos se produce el final efectivo del franquismo y se da el cambio real en la vida de las ciudades, un cambio que incide muy positivamente en la vida cotidiana de sus habitantes. Este cambio fue percibido tan nítidamente por los ciudadanos que la victoria socialista de Felipe González en 1982 no se entiende políticamente sin la relación causa-efecto que tuvo la revolución municipal de 1979. Curioso paralelismo con las elecciones municipales de abril de 1931, que trajeron la II República.
Es evidente que, tras muchos años de democracia y progreso, la sociedad española se ha complejizado mucho. Ha desaparecido el esplendor de la hierba y la atmósfera se ha vuelto más gris. No obstante, prosigue impertérrita la figura del alcalde como símbolo de la decisión de una ciudad-pueblo sobre cómo llevar las riendas de una comunidad. La cercanía del alcalde y la corporación con los ciudadanos sigue siendo lo más cálido de la acción política. Para bien y para mal la primera interpelación del ciudadano es con su alcalde. El proyecto de felicidad al que todos aspiramos tiene más conexión perceptiva con el ayuntamiento que con la autonomía o con el Estado. La democracia municipal es la principal escuela de ciudadanos, donde el ciudadano es el sujeto político básico y, como tal, acepta los valores democráticos y participa de la vida política y social.
Pero no solo hay poesía municipal. Un ayuntamiento también debe ser competente y de calidad. Existe un principio constitucional de autonomía local y un mandato de la Carta Europea de Autonomía Local que exige que una parte sustancial de los asuntos públicos sean gestionados por el gobierno local bajo la propia responsabilidad y en beneficio de sus habitantes. Todo ello exige una gran fortaleza del gobierno municipal en todo lo relativo a políticas de proximidad. Por lo tanto, si queremos que los ayuntamientos actuales prosigan con su historia de éxitos, que en mi opinión y generalizando así ha sido, necesitan de la autonomía local y la suficiencia financiera. La racionalización y la optimización de los recursos son intangibles en que los ayuntamientos son auténticos expertos.
*Profesor de filosofía