Por obligación de opinador hoy toca Cataluña, aunque me resulta ya
una cuestión axfisiante y hasta un tanto apática. No hay derecho a que una
cuestión artificialmente creada por cierta clase política desasosiegue a la
población española residente en Cataluña. Ya desde el principio, afirmo que yo
votaría cualquier opción no independentista, ya que la independencia de
Cataluña es un problema artificial, o como mucho meramente sentimental,
falsamente histórico y que no solo no solventaría los problemas de los
catalanes sino que los complicaría. La única situación que mejoraría sería la
de la casta burguesa catalanista, que manejarían a su antojo la economía y los
sentimientos de un pueblo magnífico con muchas virtudes y algunos defectos.
Parto de una
convicción: ni Rajoy ni Mas (o sea, ni el PP ni Convergencia) quieren la
independencia de Cataluña. Lo único que quieren ambos es su permanencia en el
poder, de España y Cataluña respectivamente. De ahí la rigidez de ambos en sus
respectivos posicionamientos: para Mas el posicionamiento independentista es
una huida hacia adelante como sublimación ocultadora de su fracaso
sociopolítico, y para Rajoy su enquistamiento centralista es el intento de
rentabilizar electoralmente una imagen política de ser el único que puede
frenar la independencia catalana frente a la ambigüedad y claroscuros de los
demás partidos políticos. Por lo tanto, el diálogo no les interesa a ninguno de
los dos, y ambos necesitan el posicionamiento fuerte y polarizado de España y
Cataluña, porque su dialéctica encarnizada de España Una y de Cataluña Libre
esconde el fracaso de ambos como políticos incapaces de solucionar socialmente
la crisis que tiene postrados a los ciudadanos españoles y catalanes. La
independencia de Cataluña se convierte así en la coartada ideal para los
intereses políticos de ambos. Simplemente es la antítesis del sueño de una España federal en una
Europa federal. Ése sí que sería un magnífico escenario para la regeneración
democrática que la sociedad exige y necesita.
De alguna manera, el embrión de esta tendencia separatista está en
la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, previa
impugnación del PP, y el uso demagógico que los
catalanistas-soberanistas-independentistas han hecho de la sentencia (efecto
buscado). La liturgia victimista catalana
comenzó en ese momento. Todo lo anterior había sido puro mercantilismo de
Pujol.
Mañana, domingo 27
de septiembre-15, los catalanes votan no se sabe qué: un simple parlamento
autonómico, un plebiscito abortado, una fase más en la escalada
independentista, un pacto vergonzoso entre Convergencia y Esquerra Republicana
que consolide sus objetivos indeclarables, o de todo un poco. Por un lado están
los de la lista de Junts pel Sí, con el complemento de la CUP (más coherente
ideológicamente aunque yo no comparta su proyecto), y por el otro lado, el
popurrí del resto de los partidos con matices diferenciadores entre si y que,
entre todos, van a volver locos a los votantes. Una vez más el relato político
ha construido una realidad ficticia que no va en línea con los problemas
sociales de la ciudadanía.
De todas las posturas partidistas la más lógica es la socialista, aunque
pudiera ser una simple declaración de intenciones. El federalismo (igualitario
y solidario por definición) es una postura racional y equitativa para todos los
españoles, pero también es una fórmula de mucha dificultad técnica, con poca
tradición en España y, lo que es peor, que llega en un momento en que a los
independentistas todo les parece poco, y a los no independentistas todo les
parece mucho. Por eso, la cuestión está francamente difícil, ya que al día
siguiente de las elecciones no existirá ningún mandato popular más que para
constituir un parlamento autonómico, exactamente igual que el de Aragón o
Extremadura. Todo lo demás será puramente subjetivo, emocional y virtual. Pero
cuidado con los actos simbólicos, que son peligrosos. Lo racionalmente político
que habría que hacer al día siguiente de las elecciones es constituir una
comisión de notables para que desde la honestidad y eficacia política y con un
sentido de Estado fuera de toda duda, se empezase a configurar un consenso para,
en un plazo prudente, sin urgencias histéricas ni relajaciones tramposas, se
abordase la reforma constitucional. Eso serenaría los ánimos y los políticos
podrían dedicarse a lo auténticamente importante, los problemas de los
ciudadanos españoles (y catalanes). Pero debería tratarse de una reforma
constitucional con el objetivo de solucionar los problemas de España y no solo
los de Cataluña, que los tiene como el resto de España.
Mariano Berges, profesor de filosofía