Tengo 76 años y todavía
tengo acto de presencia en algunos organismos, asociaciones o instituciones. Por
ejemplo, en este periódico con la escritura de este artículo. Pero pienso que
ya es hora de dedicarme a mí mismo, para recogerme y dedicar mis últimos años a
dejar de opinar sobre mi entorno y centrarme en mí. Mis opiniones interesan a
poca gente, y, a veces, suponen un ruido molesto que nadie me ha solicitado.
Hace ya mucho tiempo le comuniqué a mi hija el epitafio que me gustaría: “… y
procuró no molestar”. Pues bien, ya es hora de cumplir mi promesa. En adelante,
me doy de baja en cualquier actividad que suponga una obligación, por ligera
que sea. Me alejaré del mundanal ruido y me entregaré, en compañía de mis
queridos filósofos, a reflexionar y practicar sobre el bien vivir y el bien
morir.
Creo que tres cuartos
de siglo es tiempo suficiente para haber dicho muchas tonterías y haber hecho
perder el tiempo a demasiada gente. A partir de ahora, callaré, escucharé y
solo hablaré cuando me lo pidan, si tengo algo que decir. Mi vida ha sido variada
e interesante, he sido afortunado profesionalmente al dedicarme a la docencia, actividad
que me encanta y en la que he sido moderadamente feliz, he tenido una familia
buena y cariñosa, no me han faltado recursos básicos de ningún tipo, he tenido
buenos amigos (¿y algunos enemigos?), he procurado mantener el equilibrio entre
mi pensamiento y mi vida. A estas alturas, ya puedo definirme sartrianamente,
pues ya he vivido, ya he completado el ejercicio de mi libertad. Si mis logros
no han sido mayores es porque no he podido o no he querido. La docencia y la
política han sido mis dos actividades fundamentales, y desde ellas siempre he
trabajado por lo público, con aciertos y desaciertos, pero siempre con el afán
de mejorar lo público, la gestión pública, el sentido de lo público, lo
colectivo. Siempre, lógicamente, desde mi subjetividad, mi análisis y mis
errores.
De mis cuarenta años de
actividad pública, veinte la he ejercido como docente de Filosofía y Ética en
Institutos de Bachillerato y otros veinte como cargo público en diversas
instituciones: Ayuntamientos de Ejea y Zaragoza, Gobierno de Aragón,
Universidad de Zaragoza y Diputación Provincial de Zaragoza. En todos mis
cometidos he intentado cumplir con mi obligación, cuantitativa y
cualitativamente. He sido leal con las instituciones, con la sociedad y conmigo
mismo, que, a veces, es la lealtad más difícil. Si tuviera que resumir mi vida
laboral, diría que dos han sido los objetivos principales: como docente, formar
buenos e inteligentes ciudadanos; como cargo público, procurar que la función
pública fuese siempre ejemplar. Como se puede apreciar, mi sentido de lo
público ha sido una constante en mi vida. Todo lo he pensado y lo he practicado
desde esa perspectiva
Mi intencionalidad
siempre ha sido honesta. Mi ética y mi ontología han sido la misma cosa. Mi
teoría y mi praxis han ido siempre en la misma dirección y se han enriquecido
dialéctica y progresivamente. Siempre he reivindicado el derecho a equivocarme
y siempre me he puesto en el lugar de los que no piensan como yo. La opinión y
el debate siempre los he considerado imprescindibles.
Durante los últimos
años, he escrito artículos de opinión en este periódico, al que agradezco su
confianza. En ellos he actuado de voyeur-cronista de aquello que me
parecía digno de opinión. La mayoría de los artículos han sido sobre materia
política, asunto en el que siempre me he sentido involucrado y que entiendo
como fundamental socialmente.
Enlazando con el
comienzo de este artículo, me despido de ustedes-vosotros, lectores más o menos
atentos, y les deseo lo mejor. También para mí. Adiós.
Mariano
Berges, profesor de filosofía