Comienzo con dos autores de mi devoción. Sócrates:
“La ley está para cumplirla, sea oportuna o inoportuna”. El segundo es una
viñeta de El Roto: un mendigo responde a una pregunta sobre Monarquía o
República, “un trabajo”. Tanto si nos situamos en el cumplimiento de la ley
como en la cotidiana realidad, no toca ahora discutir sobre monarquía o
república. Es más, pienso que ni siquiera toca en este artículo ni en este
momento, hacer gala ni de republicanismo ni de monarquismo. A mí no me
interesa, en estos momentos, el debate sobre la Jefatura del Estado, sino el
debate sobre el Estado. ¿Qué queda del Estado de la Constitución de 1978 y de
sus grandes principios políticos? Parece, como decía Azaña, que en
España cada generación tiene que descubrir el fuego. Pero escribo sobre el tema
de moda para que no se me interprete evasivamente.
Puede haber dos baterías de argumentos para defender
una postura y la otra. Y posiblemente ambas sean igual de brillantes pero no igual
de eficaces. Y una política democrática, si algo debe ser, es legal y eficaz.
Conscientes de que la legalidad puede ser meramente formal y la eficacia
ineficiente, hay que intentar realizar el concepto material (no solo el formal)
de la ley y la dimensión eficiente de la eficacia. De lo contrario, no habría
una buena política democrática
¿Cuál es la esencia de un Estado social de derecho? El
cumplimiento exquisito de las leyes, especialmente de la Constitución, y una
línea progresiva y continua en el cumplimiento de los derechos humanos por
parte del Estado para con sus ciudadanos. Y ello no se puede lograr sin un
funcionamiento legal y eficaz de nuestras instituciones. Si nos fijamos bien,
en lo dicho no aparece ni la forma de ejercer la Jefatura del Estado ni los
partidos políticos. Ambas son dos entidades instrumentales aunque muy
importantes, que se ejercen convencionalmente, o sea, como la mayoría social a
través de sus representantes haya establecido. El establecimiento legal de ese
convencionalismo son las leyes, especialmente la ley de leyes. Y hasta que esas
leyes no sean modificadas legalmente no cabe otro planteamiento.
¿Caben los debates? Absolutamente todos.
Imprescindibles la argumentación, el respeto y la pluralidad. ¿Para qué sirven
los debates? Para crear opinión y procurar una mayoría social a favor de mi
posicionamiento, suponiendo que lo que yo creo es lo más correcto socialmente.
¿Cabe un debate sobre monarquía y república? Cabe y procede. También sobre
otros temas, p.e. el modelo autonómico y su relación con el Estado y la
igualdad de todos los españoles. Comience, pues, la sesión. Con serenidad, sin
urgencias y con la vista siempre puesta en la dignidad y, a poder ser, en la
felicidad de nuestros conciudadanos. Aporto el primer envite: la república es
pura racionalidad frente a la teocracia monárquica. Sin embargo, caben
circunstancias históricas que hagan aconsejable esta última, aunque siempre
entre paréntesis. Mi posicionamiento personal es que hoy procede la sucesión y
procede también el debate. No son contradictorios ambos hechos. La realidad no
está configurada por el blanco y el negro, sino por grises de la más diversa
tonalidad. Y hoy, entre monarquía y república, hay que optar por una democracia
de alta calidad que garantice los derechos de todos los españoles.
Un concepto que aparece frecuentemente en esta
discusión es el de la Transición y el pacto o consenso que hizo posible la
Constitución de 1978. En la Constitución del 78 se prevé como forma de Estado
la monarquía parlamentaria y los correspondientes mecanismos de sucesión. El
pacto constitucional lo rubricaron, entre otros, UCD, PSOE y PCE. Ciertamente
que han transcurrido ya treinta y cinco años y que sería conveniente una
actualización de la CE por los procedimientos que ella misma establece, aunque
yo siempre he mantenido que es más urgente el cumplimiento de la Constitución
vigente que su modificación. Algunos afirman que el pacto constitucional ya
está roto de facto en su dimensión social. Aunque trágico, discutible, ya que
el momento crítico actual es reversible con la ley en la mano. Solo hace falta
una mayoría social plasmada en una mayoría parlamentaria progresista y su
correspondiente cumplimiento político.
Otra cuestión es la evaluación que pueda hacerse del
reinado de Juan Carlos I. Aunque no es éste el lugar, puede hablarse de
luces y sombras: grandes luces públicas y no pocas sombras privadas. Esperemos
(más le vale) que el sucesor se tiente más la ropa, pues en ello le va su
supervivencia política. No cabe duda que el reinado de Juan Carlos I ha
coincidido con la mejor época de la historia española (a pesar de la crisis
actual). La causalidad del éxito hay que compartirlo entre muchos agentes, el
rey entre ellos.
Mariano
Berges, profesor de filosofía