Hace mucho tiempo que no escribo sobre Cataluña y, sin embargo, es una cuestión siempre importante, pues no deja de ser una caja de resonancia de muchas otras cuestiones que, supongo saldrán a lo largo de este artículo.
Las elecciones catalanas del 14 de febrero de 2021 supusieron un punto de
inflexión en la reflexión sobre Cataluña, tanto interna como externamente. Con
el cese de Torra, condenado por delito de desobediencia, finaliza el más triste
y patético fracaso de Cataluña, caracterizado por la falta de gobernanza y la
falta de horizonte. El fracaso económico catalán no ha sido solo por el
cacareado dumping fiscal de Madrid, sino por la corrupción sistémica, acompañada
por una penosa dejadez administrativa y una inseguridad jurídica artificial. Todo
ello envuelto en una estelada gigante que dejó ciegos a casi todos los
pensadores, catalanes y no catalanes. La ridiculez de las propuestas del Parlament,
el posicionamiento inane del President y la gratuidad y frecuencia de la
violencia callejera daban una versión bananera de Cataluña. A partir del
resultado de las elecciones del 14 de febrero y la constitución del nuevo Govern,
con Aragonés al frente, se observan ciertas expectativas de racionalidad,
aunque sin exagerar. Al menos, el barniz bananero se ha modernizado un tanto y
el futuro se muestra menos estridente.
Hay que tener en cuenta que el actual Estado autonómico español tuvo como
una de sus causas principales a Cataluña. Y así funcionó durante algún tiempo.
Pero el enquistamiento de la derecha catalana, y posteriormente de todo el
nacionalismo catalán, supuso una regresión llena de ilegalidades que fue
ampliándose gradualmente hasta llegar al encarcelamiento de sus principales
dirigentes y la fuga al extranjero de otros, con el expresidente Puigdemont a
la cabeza.
Hoy, Cataluña sigue en la encrucijada del qué hacer y por qué derroteros
caminar, coqueteando con la ley y la Constitución. Un día da una de cal y al
siguiente, otra de arena. Sigue empecinada en ser tratada como un Estado en
igualdad de condiciones al Estado español. La paciencia española tiene unos
límites que cada día son más estrechos. En estos momentos, están ambas partes
en la archiconocida mesa de diálogo, más escenificación teatral que encuentro
político. En noviembre, parece ser que el modelo de la financiación autonómica
tiene que discutirse en el foro interterritorial autonómico. Este año con unos fondos
europeos que hacen una bolsa muy apetecible. Si Cataluña, una vez más, se
ausenta y pretende una interlocución única con el Gobierno español, las CCAA
restantes no creo que lo soporten. Y, menos aún, si recibe una financiación
desproporcionadamente superior a las demás comunidades.
Cierto que posconvergentes y republicanos tienen una competencia interior
muy fuerte electoralmente, en la que se enfrentan a un juego de poker muy
peligroso. Pero pienso que ambas formaciones cada vez están más alejadas de la
sociedad catalana, lo que puede acabar en un aislacionismo irrelevante de los
partidos nacionalistas respecto a la propia Cataluña y a España, en la que hay
otras 16 comunidades. Añádase a esto el compromiso autonomista clarísimo del
Gobierno español.
En estos momentos, la famosa mesa de diálogo parece sostener todo el
andamiaje. Pero, seamos serios, ¿por cuál de los dos objetivos políticos
secesionistas empezamos, por la amnistía o por la autodeterminación? Todo el
mundo, incluidos los indepes, saben que eso es un imposible. ¿O estamos
haciendo tiempo hasta la aprobación de los presupuestos? ¿Con los presupuestos
aprobados hablaremos en un lenguaje inteligible y mensurable para todos? ¿O
estamos en un momento de precalentamiento y vuelve a ser Pujol (91 años), el
único político catalán que reconoce que el procés fracasó y
que, tal y como lo plantearon, era “una quimera”? “Se ha comprobado”, dice
Pujol, “que ahora el independentismo no es lo bastante fuerte para conseguir la
independencia, pero sí para crearle un problema muy serio a España”. ¿Cómo
arreglar ese problema? Respuesta de Pujol: un apaño. Los nacionalistas, dice,
“debemos estar abiertos a fórmulas no independentistas que (…) aseguren la
identidad, la capacidad de construir una sociedad justa y de facilitar la
convivencia”. Éste sí que es un camino transitable, aunque tengamos siempre la
sospecha en lontananza. Si los vascos han aprendido lo que no hay que hacer, visto el fracaso de
ETA, los catalanes pueden sacar las mismas consecuencias, visto el fracaso del proces.
Unos de estos últimos días, el Círculo de Economía catalán ha dicho nada
menos que lo siguiente: “el futuro de Cataluña pide una política de Estado, y, por lo tanto, volver a tener presencia e influencia
catalana en España, el único Estado realmente existente que tenemos los
catalanes”. Toda una declaración de principios por parte de quien juega con las
cosas de comer y no con sueños inoperantes y harto peligrosos. Hay esperanza.
Igual hay que hacer tiempo.
Mariano Berges, profesor de filosofía