Ciertamente los
acontecimientos sociales, económicos y políticos suceden con una velocidad
trepidante. Uno tiene la percepción de que los diversos agentes implicados
están ansiosos con finalizar el puzle que tienen entre manos. Pero un puzle
tiene poco que ver con los objetivos y procesos de cualquier planificación
pública. No se trata solo de finalizar sino de finalizar bien, y, sobre todo,
de responder a las expectativas de los receptores. En un proceso es más
importante el proceso que el final. Todo proceso bien gestado cuenta con la
participación de los afectados, que son los que realmente elaboran el proceso.
Es más lento pero más real.
Si analizamos
someramente la secuenciación mediática seguida
en cualquiera de las leyes aprobadas o en fase de aprobación, vemos que
es muy semejante: 1) declaraciones mayestáticas acerca del cambio radical que
supone la ley y que va a suponer una mejoría nunca vista en la vida de los
españoles; 2) discusión interna PSOE-UP-socios de investidura sobre el alcance
de la nueva ley; 3) enfriamiento de las mayestáticas declaraciones de principio
del proceso; 4) suspense hasta el último minuto previo a la aprobación; 5)
episodio final: el parto de los montes es un ratón; 6) epílogo: explicación a
posteriori de que hemos hecho lo máximo que podíamos hacer, seguida de una
declaración solemne y autolaudatoria del presidente.
Se trata, pues, de una
política de finales mágicos y no de procesos. Unos finales un tanto
artificiales y rimbombantes, carentes de la reflexión que todo proceso
conlleva. Mientras tanto, faltan referencias para saber si la acción política
supone un progreso social o es un mero adorno estético. Fundamentalmente hay
una referencia muy significativa, y es la percepción ciudadana de que el efecto
buscado por los políticos es el mantenimiento del estatus personal más que la
utilidad de los resultados finales. En el fondo, es tal como una viñeta de El
Roto nos decía hace poco tiempo: Dos varones trajeados (políticos) se abrazan,
mientras uno dice “yo te respaldo y tú me apoyas”. “Vale ¿y qué hacemos
luego?”, contesta el otro. “Nos mantenemos” responde el primero.
Conclusión: “e la nave
va”. Por inercia de los hechos, por explicación populista y demagógica, por
correlación de debilidades y necesidades de los agentes pactantes.
Tanto cuenta la magia
del discurso y la teatral puesta en escena que ya no hablamos de las cosas de
siempre: trabajo, seguridad familiar, dignidad. Hablamos de unas cosas raras:
tecnología, cambio climático, ecología, feminismo, trabajo online… No
niego la importancia de estas cuestiones, fundamentales para el futuro próximo
que nos espera, pero la pregunta es también cómo afecta esto en lo electoral.
Pues penalizando más a la izquierda que a la derecha, ya que las clases
populares se sienten abandonadas, incluso insultadas, mientras la derecha
demagógica ha entrado en ese lenguaje antiguo pero básico. El discurso de Vox y
la ultraderecha europea es el ejemplo más claro. Al contrario que la izquierda,
que ha abandonado un terreno que le era propio, y eso escuece a los suyos (o
que antes eran suyos). Porque si las cosas básicas materiales faltan, también
falta algo tan espiritual y necesario como la dignidad. No nos pasemos de
listos
Puede ser que, en este escenario, la
izquierda tenga la tentación de olvidarse de plantear la batalla en términos
económicos, e insistir en otras variables más modernas y paradigmáticas. Claro
que hay que reformar el mercado laboral y que hay que insistir en la
digitalización, ecología, feminismo…, pero me temo que, aparte de conceptos de
los que no se priva ningún discurso político, no son realidades sino soluciones
mágicas. Porque ¿qué pasa con los puestos de trabajo que la digitalización
destruye? España necesita una opción económica sólida, precisa más trabajo
y mejores salarios, y que empleados, autónomos y pymes tengan un futuro mucho
más razonable. Con las soluciones actuales, seguiremos en la misma dinámica
decadente. Necesitamos que la política encare el problema material de otra
manera, que se vuelque en la economía productiva. Y esta época se presta a
hacerlo.
Los fondos procedentes de la UE
podrían y deberían ser una ocasión magnífica para poder compatibilizar el
presente y el futuro. Pero me temo que la burocracia española
no está preparada para gastarlos con una planificación secuenciada y dirigida a
una transformación radical de nuestra estructura productiva. Gastar por gastar
entra dentro de los discursos retóricos y de los finales mágicos, pero no de
procesos racionales y dirigidos a la modificación de nuestra estructura
productiva. El futuro se construye desde el presente, no ignorándolo. Y el
presente se soluciona desde la política, no desde la retórica.
Mariano
Berges, profesor de filosofía