viernes, 22 de marzo de 2024

NÁUSEA POLÍTICA

 


Me disculpo por el título, pero ése es el estado psicológico en que yo me encuentro en este momento.

De repente, una vorágine de acontecimientos se precipitan sobre la política española sin saber a ciencia cierta si sobreviviremos a los designios de los dioses de la fortuna. En muy poco tiempo hemos aprobado una ley de amnistía (mejor dicho, estamos en proceso, aunque parece inevitable), tendremos elecciones en Euskadi, después en Cataluña, después en Europa. Todo ello de aquí a Junio. Acompaña un ruido de fondo de recriminaciones mutuas (el ya famoso y barriobajero “y tú más”) por corruptelas especialmente nauseabundas por tratarse de enriquecimientos ilícitos aprovechándose de la pandemia del covid y la venta de mascarillas. Las sesiones del Congreso y Senado son irrespirables, con miradas y palabras de auténtico odio sin que la calidad de los argumentos acompañe a tal desgaste de fondo y forma. Se tiene la percepción de que la política española se rompe y que la antipolítica se ha instalado en nuestras mentes con una desconexión apática de la ciudadanía hacia nuestros representantes, más propia de las dictaduras que de una sociedad democrática. ¿Y aún nos extraña la desafección política del ciudadano medio?

El ruido va por barrios, siendo más sonoro el que proviene de Cataluña. Da la impresión de que la energía que Cataluña ha consumido en la discusión pública española es totalmente inoperante para el bienestar público de los españoles. La desproporción entre el ruido catalán y el beneficio general es tan exagerada que da ganas de abandonarlos a sus cuitas egoístas y estériles, con una melodía supremacista y puramente retórica, que supeditan los intereses, ya no de los españoles sino de los propios catalanes, a los caprichos interesados de los políticos independentistas, que lo único que hacen es una huida hacia adelante con la única intención de esconder sus corrupciones económicas en el populismo patriotero de su pequeño país. Hay que reconocer que el ruido vasco es más silencioso y más eficaz para ellos, pues, sin tanta algarabía, su concierto económico cabalga a lomos del resto de los españoles, con un gobierno y otro, sin miramiento de colores o signo político. Si alguna semejanza tienen los nacionalismos vasco y catalán es la deslealtad hacia lo español. Y esto no es de ahora sino de siempre. Lo predican constantemente, venga o no a cuenta. Mientras tanto, los dos grandes partidos políticos, PSOE y PP, en vez de intentar racionalizar la política, procurando que la rentabilidad política de los votos nacionalistas no sea tan desproporcionada como para estar en disposición de chantajear a unos y otros, y con ello a la totalidad de los españoles. ¿Qué es eso de los pactos transversales? ¿Alguna vez existieron los Pactos de la Moncloa y el consenso de la Transición?

El caos se ha apoderado de la situación política española: sin presupuestos generales, sin aprobación de leyes que hagan avanzar socialmente el país, con una hemorragia de ayudas y subvenciones públicas que suscitan más que dudas sobre su rentabilidad social. Y, sobre todo, con una polarización política y emocional a lo largo de todo el país, que una vez más me trae a la convicción de la futbolización de la política: lo importante es que gane mi equipo-partido político, aunque ello tenga una consecuencia nula en el interés público y en el bienestar social. La bronca se ha instalado en la realidad española y la racionalidad ha desparecido de las mentes y de las conversaciones. Todo es ruido y exabruptos. Da auténtico asco ver las sesiones parlamentarias, que en nada se diferencian de cualquier discusión de bar en las que lo importante es ganar la pelea, sin importar sus consecuencias.

Y la irracionalidad mundial poco ayuda a cualquier solución, bien sea general o particular. La guerra de Ucrania tiene toda la pinta de prolongarse en el tiempo sin ningún atisbo de solución. ¿Es que alguien duda que la única solución es un alto el fuego con las fronteras tal como estaban al principio de la guerra y con una Ucrania desmilitarizada, para seguir negociando sin muertos y sin el auténtico y terrible negocio de la producción y venta de armamento? ¿Qué Rusia es imperialista? Sí. ¿Y USA? ¿Y la Europa colonialista empezando por Reino Unido? La conducta de explotación hacia nuestros semejantes es pareja en todos los sitios. ¿Y el genocidio palestino, con la coartada del terrorismo sospechoso de Hamás y la política sionista de Israel y la esterilidad de la ONU? ¿Hasta cuándo?

El nihilismo político está agazapado a las puertas de unas sociedades que hasta hoy considerábamos ilustradas y progresistas y que basta escarbar un poco para ver con horror que todo sigue basándose en la explotación de los pobres de siempre y en el ombliguismo de los que nos llamamos salvadores de la civilización.

Mariano Berges, profesor de filosofía

 

sábado, 9 de marzo de 2024

POLÍTICA LÍQUIDA



En un artículo anterior reciente hablaba yo de Pedro Sánchez a la luz de la modernidad líquida de Bauman y me preguntaba si sería Sánchez la representación de un objeto político cuya única dimensión es ser consumido, pues el presentismo nos rodea y es prácticamente imposible escapar a él.

 

Sigamos con la idea de la modernidad líquida. Bauman distingue entre dos fases de la modernidad: la sólida y la líquida. La modernidad sólida se basa en estructuras estables, duraderas y jerárquicas, como el Estado-nación, la clase social, la familia o la religión. La modernidad líquida se caracteriza por la disolución de esas estructuras y la emergencia de una sociedad fluida, flexible y dinámica, donde todo es temporal, efímero y contingente. Parece que ya no sirven los conceptos más rígidos de un pensamiento fuerte que procede del XIX y orienta la conducta y el discurso del XX hasta 1989, con la caída del muro de Berlín, fecha en que finaliza el siglo XX y comienza la posmodernidad y el pensamiento débil.

 

¿Quiere esto decir que lo de ahora es mejor o peor que lo anterior? No, en absoluto. Ni es mejor ni peor, sino distinto. No son dicotomías sino perspectivas lo que diferencian un tiempo de otro. Es nuestra manera de estar y percibir lo que nos hace distintos. Hace cuarenta años los jóvenes tenían un esquema mental que los guiaba a lo largo de su vida: casarse, tener un trabajo para toda la vida, constituir una familia para toda la vida, tener un mínimo confort más o menos sostenible. Ahora, el trabajo y el matrimonio para toda la vida se han desvanecido, y todo pasa a ser precario y provisional, con el agotamiento existencial que ello provoca.  Somos más libres que nunca y, a la vez, más impotentes que nunca. El sistema nos fagocita y ni en él ni fuera de él nos podemos realizar. Ya no hay sueños sino solo emociones efímeras.

 

El concepto de modernidad o sociedad líquida solo describe la mayoritaria conducta social en la actualidad. Y, coherentemente, también esa cosmovisión se diluirá tarde o temprano. De una sociedad sólida hemos pasado en la actualidad a una sociedad líquida, maleable, escurridiza, que fluye, en un capitalismo y consumismo livianos. Pero a lo que el ser humano nunca puede renunciar es a la reflexión, partiendo de lo que observa y tras un análisis pormenorizado. Nada es definitivo, y el concepto de liquidez tampoco. Cosa distinta es que en cada momento primen unas ideas u otras, unas modas u otras. En definitiva, nuestra reflexión sobre lo que (nos) pasa y nuestra libertad para actuar sobre la realidad que nos envuelve es algo que constituye nuestra obligación moral y política.

 

Si escuchamos a la oposición política, parece que en España todo se desmorona. La esfera pública está cada vez más polarizada. Se insultan y ningunean quienes deberían ponerse de acuerdo para construir la política de este país. Los problemas de los ciudadanos deben ser el objetivo político de todos los partidos. La buena política ya no tiene por qué enfrentarse a los problemas del pasado, sino a los del futuro, a los del siglo XXI, que son los que exigen capacidad de gestionar la complejidad social.

Ya hace bastantes años, el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky en su obra “El imperio de lo efímero” entra en los dominios de la sociedad contemporánea infectados por la moda y contemporiza con ella. Para él, la idea de la contemporaneidad es un fluido caprichoso que hace tiempo ha prendido en las conciencias; es una invitación a reconciliarse con la nueva realidad en la que vivimos, caracterizada por el declive ideológico y el ascenso del mercado y el consumo.

 

Mucho más críticamente, Antonio Muñoz Molina, en su obra “Todo lo que era sólido”, nos alerta al ver cómo sus ideales han encallado en una política estéril y populista. Y así lo describe: tenemos una banca especuladora, nos invade el fetichismo paleto de los nacionalismos y la irresponsable gestión de los recursos de todos en beneficio de unos cuantos plutócratas; la carrera política funciona como una agencia de colocaciones donde lo de menos son los méritos y la capacidad; se devalúa el esfuerzo; se mantiene la intromisión de la religión en los ámbitos públicos; se promociona la desaforada cultura del pelotazo… Nos hemos dejado anestesiar por políticos frívolos, cargados de cautivadoras promesas incumplidas y por ciertos chamanes y tertulianos de la tele y medios de comunicación, cargados de ideas líquidas. Nos consideramos modernos, pero no lo somos. Análisis demoledor. Y no se detectan muchos remedios.

 

Mariano Berges, profesor de filosofía