En un artículo anterior reciente hablaba yo de Pedro Sánchez a la luz de la modernidad líquida de Bauman y me preguntaba si sería Sánchez la representación de un objeto político cuya única dimensión es ser consumido, pues el presentismo nos rodea y es prácticamente imposible escapar a él.
Sigamos con la idea de la modernidad líquida. Bauman
distingue entre dos fases de la modernidad: la sólida y la líquida. La
modernidad sólida se basa en estructuras estables, duraderas y jerárquicas,
como el Estado-nación, la clase social, la familia o la religión. La modernidad
líquida se caracteriza por la disolución de esas estructuras y la emergencia de
una sociedad fluida, flexible y dinámica, donde todo es temporal, efímero y
contingente. Parece
que ya no sirven los conceptos más rígidos de un pensamiento fuerte que procede
del XIX y orienta la conducta y el discurso del XX hasta 1989, con la caída del
muro de Berlín, fecha en que finaliza el siglo XX y comienza la posmodernidad y
el pensamiento débil.
¿Quiere
esto decir que lo de ahora es mejor o peor que lo anterior? No, en absoluto. Ni
es mejor ni peor, sino distinto. No son dicotomías sino perspectivas lo que
diferencian un tiempo de otro. Es nuestra manera de estar y percibir lo que nos
hace distintos. Hace cuarenta años los jóvenes tenían un esquema mental que los
guiaba a lo largo de su vida: casarse, tener un trabajo para toda la vida,
constituir una familia para toda la vida, tener un mínimo confort más o menos
sostenible. Ahora, el trabajo y el matrimonio para toda la vida se han
desvanecido, y todo pasa a ser precario y provisional, con el agotamiento
existencial que ello provoca. Somos más
libres que nunca y, a la vez, más impotentes que nunca. El sistema nos fagocita
y ni en él ni fuera de él nos podemos realizar. Ya no hay sueños sino solo emociones
efímeras.
El concepto de modernidad
o sociedad líquida solo describe la mayoritaria conducta social en la
actualidad. Y, coherentemente, también esa cosmovisión se diluirá tarde o
temprano. De una sociedad sólida hemos pasado en la actualidad a una sociedad
líquida, maleable, escurridiza, que fluye, en un capitalismo y consumismo
livianos. Pero a lo que el ser humano nunca puede renunciar es a la reflexión,
partiendo de lo que observa y tras un análisis pormenorizado. Nada es
definitivo, y el concepto de liquidez tampoco. Cosa distinta es que en cada
momento primen unas ideas u otras, unas modas u otras. En definitiva, nuestra
reflexión sobre lo que (nos) pasa y nuestra libertad para actuar sobre la
realidad que nos envuelve es algo que constituye nuestra obligación moral y
política.
Si escuchamos a la oposición política, parece que en España todo
se desmorona. La esfera pública está cada vez más polarizada. Se insultan y
ningunean quienes deberían ponerse de acuerdo para construir la política de
este país. Los problemas de los ciudadanos deben ser el objetivo político de
todos los partidos. La buena política ya no tiene por qué enfrentarse a los
problemas del pasado, sino a los del futuro, a los del siglo XXI, que son los
que exigen capacidad de gestionar la complejidad social.
Ya hace bastantes años, el
filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky en su
obra “El imperio de lo efímero” entra en los dominios de la
sociedad contemporánea infectados por la moda y contemporiza con ella. Para él,
la idea de la contemporaneidad es un fluido caprichoso que hace tiempo ha
prendido en las conciencias; es una invitación a reconciliarse con la nueva
realidad en la que vivimos, caracterizada por el declive ideológico y el
ascenso del mercado y el consumo.
Mucho más críticamente, Antonio
Muñoz Molina, en su obra “Todo lo que era sólido”, nos alerta al ver
cómo sus ideales han encallado en una política estéril y populista. Y así lo describe:
tenemos una banca especuladora, nos invade el fetichismo paleto de los
nacionalismos y la irresponsable gestión de los recursos de todos en beneficio
de unos cuantos plutócratas; la carrera política funciona como una agencia de
colocaciones donde lo de menos son los méritos y la capacidad; se devalúa el
esfuerzo; se mantiene la intromisión de la religión en los ámbitos públicos; se
promociona la desaforada cultura del pelotazo… Nos hemos dejado anestesiar por
políticos frívolos, cargados de cautivadoras promesas incumplidas y por ciertos
chamanes y tertulianos de la tele y medios de comunicación, cargados de ideas
líquidas. Nos consideramos modernos, pero no lo somos. Análisis demoledor. Y no
se detectan muchos remedios.
Mariano
Berges, profesor de filosofía
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