Hoy nos
centramos en el concepto de “lo público” y su defensa a ultranza ante el
desguace que nos amenaza. Advierto que me moveré dentro del escenario
capitalista, único existente y en el que, de momento, sólo cabe una postura
fuertemente reformista. El socialismo, en la actualidad, desborda nuestros
límites de posibilidad, lo que no impide que funcione como idea motora de la
utopía y como referencia directiva.
El
concepto moderno y occidental de “lo público” se deriva de la creación del
Estado de bienestar como una nueva concepción del capitalismo que atribuía al
Estado un papel central. Se trata de actuar sobre la demanda por medio de
instrumentos fiscales, la intervención pública y la política de empleo. El
instrumento para su realización fue un pacto entre los sindicatos, las
organizaciones empresariales y el Estado, que adquirió vigor entre aquellos
países en los que los partidos socialdemócratas accedieron al gobierno. En este
llamado “consenso socialdemócrata” el movimiento obrero renunciaba a cuestionar
las relaciones de producción basadas en la propiedad privada a cambio de la
garantía de que el Estado intervendría en el proceso redistributivo, a los
efectos de asegurar condiciones de vida más igualitarias, seguridad y bienestar
a través de los servicios, pleno empleo y la defensa de una distribución más
equitativa de la renta nacional.
En
la actualidad, hay teóricos de la globalización que abogan por desmantelar los
logros del Estado de bienestar. En el lado contrario están quienes, en nombre de la primacía de la política, se
enfrentan a la vigencia de ese “pensamiento único”. La idea central es que la
defensa del Estado de bienestar constituye un elemento clave en el
comportamiento eficiente de una economía capitalista, puesto que no sólo mejora
el capital humano de la sociedad (en educación, sanidad y acción social) sino
que contribuye a la cohesión social y a la participación de los ciudadanos,
factores más incentivadores de la productividad que la inestabilidad que
generan las políticas neoliberales. Por lo tanto, la continuidad del Estado de
bienestar, apuntalada por un poder político fuerte y coherente en sus
objetivos, constituye un componente fundamental para el funcionamiento de una
economía de mercado capitalista gestionada democráticamente.
Por el contrario, la insistencia en la aplicación a ultranza
de políticas neoliberales potencia la conformación de sociedades fuertemente
polarizadas en el terreno social, escenario favorable al cuestionamiento de la
legitimidad y credibilidad del sistema político. Con la irrupción del PP y su mayoría absoluta en
2011, España ha comenzado el desmantelamiento de lo público y el desguace del
Estado de bienestar de una manera rápida y sistemática. Los logros conseguidos
durante los gobiernos socialistas van siendo sustituidos por sistemas y
mecanismos funcionales donde lo privado impera sobre lo público y el bien
común. La política neoliberal está usando la crisis como coartada y excusa para
un retroceso en los derechos civiles, económicos y sociales y su modelo de
Estado de bienestar. El cumplimiento del Pacto de Estabilidad y Crecimiento se
usa como un instrumento “legal” en el desguace del modelo social.
Hay que tener en
cuenta que los servicios de interés general no solamente son buenos para una
política de igualdad social sino que también son fuente de desarrollo
económico, creación de empleo, prosperidad y cohesión social. El bien común, expresión genérica que marca el
objetivo del Estado de bienestar, es
un concepto que puede ser entendido como que el conjunto de los sistemas
sociales, instituciones y medios socioeconómicos funcionen de manera que beneficien a toda la sociedad.
Sostener la equidad y
mejorarla debe resultar irrenunciable para un Estado Social de Derecho. Sin
embargo, la crisis económica y el cambio de modelo social han acrecentado las
desigualdades, haciendo que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres, más
pobres.
La crisis económica también ha puesto al descubierto una
crisis de valores, destapando las carencias de un espíritu cívico. Aunque la
irrupción de los movimientos sociales ha supuesto una corrección en ese déficit
de valores ciudadanos. La libertad, la igualdad y la solidaridad son valores
fundamentales a preservar en estos momentos de convulsión. Pero para llevar a
cabo una política institucional que restaure estos valores, es necesario que
nuestros representantes públicos tengan tres virtudes: capacidad, honestidad y
una ideología progresista. Traducir el “argumentario” del partido a la práctica
política no está al alcance de cualquiera. ¿Trabajan los partidos para que los
componentes de sus listas sean idóneos para esta función? ¿O más bien las
listas están básicamente configuradas por gente sumisa y obediente al líder de
turno?
Mariano Berges,
profesor de filosofía