Tras un breve
paréntesis veraniego vuelvo a la vida normal y me encuentro con el asunto
futbolero del “villarato”, con el suicidio de Blesa, más los asuntos de ya hace mucho tiempo, que siguen su
proceso judicial, lento y farragoso, para beneficio de los imputados en la
búsqueda de prescripciones temporales o de pactos con la fiscalía. Sin
olvidarnos del culebrón catalán, cual esperpento en busca de mejor autor. En
definitiva, son los estertores de un sistema que nació brillantemente como
salida de una dictadura y que languidece en su inercia institucional por no
haber modificado su funcionamiento según las pautas que los cambios
sociológicos y demográficos demandaban.
El “villarato” es la
denominación a los 29 años de Villar
en la presidencia de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF). Esa
barbaridad de tiempo al mando de un organismo con tanto poder económico y su
enorme capacidad clientelar interna y externa, da para los más de cien millones
de euros que el juez maneja como hipótesis delictiva para Villar y sus
corifeos. Cómo iba a quedar el futbol patrio fuera de esta ola de corrupción
que nos invade. Seguiremos el asunto.
El suicidio de Blesa es
un final trágico no raro, como consecuencia del choque emocional que suele
habitar en las personas que son juzgadas por delitos contra el erario público y
que pasan de ser los reyes del mambo a ser insultados y condenados socialmente
en todos los lugares por los que pasan. A veces no es tanto el dinero como la
vanidad el gran éxito mundano de los triunfadores. También el dinero, por
descontado. Ante un suicidio, silencio por favor.
Ambos casos, la RFEF y
Caja Madrid-Bankia, son organismos que han sufrido la esclerosis institucional
y que han dado como resultado el funcionamiento anómalo y corrupto ante la
inoperancia de los órganos que tenían que vigilar el correcto funcionamiento de
todo organismo público. Es aquí donde radica la causalidad de toda esta ola de
corrupción que nos invade: los órganos que deben velar por el buen funcionamiento institucional no
son lo suficientemente independientes y sus miembros son cooptados por las
propias instituciones que deben ser vigiladas. Desde las humildes Intervenciones,
Tesorerías y Secretarías Generales de las instituciones locales, pasando por
las Cámaras de Cuentas y otros muchos órganos de control y llegando a las
fiscalías y jueces del poder judicial, todo ello está condicionado, en mayor o
menor grado, directa o indirectamente, por las formaciones políticas.
Sobre este asunto de
máximo interés para la regeneración de nuestro país, no puedo menos que citar
el libro de mi buen amigo Rafael Jiménez
Asensio, doctor en Derecho y Consultor Institucional, “Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las
instituciones”, donde explica con claridad y eficacia cómo ha evolucionado,
cuál es y qué papel cumple el correcto funcionamiento de los mecanismos de
control del poder en la calidad y legitimación de las instituciones en las
democracias avanzadas. Con su permiso,
me inspiro en alguna de sus propuestas.
Una de las
consecuencias más graves y que menos se suele citar de la crisis
económico-financiera que padecemos es una crisis institucional de magnitudes
desconocidas respecto del modelo de 1978. Y la omisión más flagrante es que ni
se ha diseñado ni se ha garantizado que la arquitectura de separación de
poderes actúe realmente como freno del poder. Y un gobierno sin frenos de poder
se transforma con facilidad en despótico. ¿Será verdad esa imagen que España
tiene como pueblo indolente y poco amigo de principios básicos como son la
objetividad, la imparcialidad, el mérito o la responsabilidad?
Cuando hablamos de dictaduras
o autoritarismos históricos nos viene a la mente el caciquismo como corrupción
estructural de la sociedad. Pues bien, el clientelismo político que ahoga toda
la vida político-institucional del país en la actualidad, es la versión contemporánea del caciquismo. Es
indudable el avance español como sociedad democrática avanzada, pero el sistema
político-institucional de frenos y contrapesos del que se ha dotado tiene
un carácter meramente formal, sin
función realmente operativa. Dicho de otra manera, la separación de poderes no
es real.
En definitiva, los
hechos son siempre consecuencia de una manera social de pensar, eso que Marx denominaba la superestructura
ideológica y que todos llevamos interiorizado bajo el disfraz de pensamiento o
idea. El origen social de las ideas se traduce en la imposición de los
intereses oligárquicos en nuestra manera de proceder. Por eso es conveniente la
lectura y reflexión sobre cualquier antítesis que nos violente nuestra cómoda
manera de pensar.
Mariano
Berges, profesor de filosofía