Éste es un artículo leve,
como el calor, como la política, como el paso del tiempo, o nuestra
contingencia y nuestra radical innecesariedad. Todo es cuestión de perspectiva.
Qué importantes nos creemos a veces y qué modestos nos vemos otras. Todo
depende de nuestro estado de ánimo y de nuestra cosmovisión del momento. Qué
poco uso hacemos de la racionalidad y cuánto abusamos de la emotividad y de la
escenografía. En definitiva, qué poco objetivos somos. Viene esto a cuento de
ciertas circunstancias, propias y ajenas, de conversaciones y discusiones con
amigos y conocidos, y hasta de esta soporífera calor, que hace poco tiempo
añorábamos y ahora maldecimos. Cómo deseamos lo ausente y despreciamos lo
presente. Nuestra volatilidad anímica corre pareja con nuestra insustancialidad
personal. Si aun conociendo cuatro cosas no aportamos nada significativo al
mundo, cómo somos tan presuntuosos de intentar dar sentido a lo que sucede, en
nuestro entorno y lejos de él.
¿Ha sido conveniente el
resultado de las primarias socialistas? Conveniente ¿para quién? o ¿para qué?
Vamos a dejarlo en que ha sido así, y que es lo que la gente, mucha gente, ha
querido. Todos tenían el mismo derecho y, una vez consumado el acto electoral,
solo queda acatarlo y procurar que sea positivo para el interés general.
Porque se trata de eso. ¿O no? Ahora hay otra gente que es más visible,
parece que más importante, que tienen una mayor responsabilidad. Pues que la
ejerzan y que la fortuna les acompañe en sus intentos y proyectos por el bien
general. Pues de eso se trata. ¿O no?
Si abandonamos la
aceleración y la hiperactividad, si conseguimos, aunque sea discontinua, la
serenidad, si dejamos de gritar, si cultivamos el silencio, si analizamos
objetivamente y sin apasionamiento la realidad, nuestra realidad… alcanzaremos
la relatividad de lo que (nos) pasa. Y cómo eso
mismo es visto de distinta manera por otros, pues su vinculación con lo
que pasa es distinta que la nuestra. Si nos distanciamos, para poder verlo
mejor, de lo que nos rodea, podremos observar que somos nosotros, cada uno de
nosotros, los que damos sentido a nosotros y a nuestras vidas. Es la
cotidianeidad, la gris y a veces aburrida cotidianeidad, la que marca la
constante anímica de nuestro ser.
Todos somos
contingentes y nadie es necesario. ¿A qué, pues, tanta presunción, importancia
e imprescindibilidad por parte de nadie? Y, sin embargo, la relatividad y
convencionalidad de los hechos y las personas no debe confundirse con la apatía
y la banalidad. No todo es igual ni todos somos iguales. Hay hechos y personas
más convenientes para el interés general. Porque a estas alturas ha quedado
claro que de eso se trata. ¿O no?
Nuestra contingencia
personal acaba y, a la vez, alcanza su máxima expresión con la muerte. Tras la
cual la vida, la sociedad, la realidad, el sentido y sinsentido de los hechos,
siguen su cotidiana existencia sin esperar mi opinión al respecto. Solo algunos,
y por algún tiempo, recordarán que yo fui, pero su vida transcurrirá por sí
misma. Y mientras el final llega, mi vida transcurre con el máximo bienestar o
mínimo malestar que soy capaz de darle. Que depende de menos cosas de las que
creemos. En primer lugar, de la propia muerte, que da el auténtico sentido a la
vida, a la que otorga su finitud y, por tanto, sus múltiples posibilidades. Y la
conciencia de nuestra finitud posibilita nuestra libertad, que es la
característica más relevante y difícil de ejercer de todas las humanas. La
libertad es tan importante que supera el mero ornato de dignidad humana y
constituye la virtud más ontológica de la esencia humana. Sin ser libres, mejor
aún, sin ejercer nuestra libertad, somos
menos humanos. Y, está claro, que el ejercicio de la libertad poco tiene que
ver con sumisiones y obediencias debidas, con palabras al dictado o con miedos
a ser descubiertos en nuestra auténtica realidad, con nuestras contradicciones
y debilidades, que, por ser nuestras, posiblemente lo más nuestro de todo,
supone nuestra máxima reivindicación existencial. Pero todo ello tiene un
precio. La autenticidad, mostrar nuestra entidad, no avergonzarnos de ella,
incluso reivindicarla, a veces es incómodo. Pero auténtico. Y de eso se trata,
de tener entidad y saber aportarla, pues lo contrario es cosificar al ser
humano. Degradar al hombre al nivel de cosa es la mayor de las aberraciones que
se pueden hacer. Por tanto, ejerzamos de hombres desde la libertad y la
autenticidad. Solo así daremos sentido, aunque siempre leve y contingente, a
nuestra existencia.
Mariano
Berges, profesor de filosofía
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