Proceso
de investidura: nada se sabe, nada se espera, todo se sospecha. Y aún quedan cincuenta
larguísimos días. Solo se habla de políticos con nombre propio, pero poco de
ideologías, ni de estrategias, ni de programas mínimos de coyuntura. Los
documentos que pululan rozan las cien páginas y los doscientos acuerdos. ¿Para
qué tanto? Al final, gobierne quien gobierne, tiene muy reducido su margen de
maniobra desde la perspectiva de los recursos. De partida, lo imprescindible es
la credibilidad, ya que nada de lo propuesto está garantizado. Y de credibilidad
andan todos escasos. Pero el debate no ha supuesto ningún fracaso, ya que la
percepción de la gente respecto a los líderes políticos ha aumentado
cuantitativa y cualitativamente. Pero, aun con un debate intenso e ilustrativo,
eso no supone mucho conocimiento. En los momentos previos a la decisión (de
votar) lo importante es, después de la credibilidad, el discurso, que debe ser
claro, original y atractivo. Porque
“para conquistar el poder en una democracia, primero hay que conquistar
la hegemonía de las ideas”.
Se
insiste mucho en si un pacto de izquierdas, de centro o de derechas. Sin
embargo, hablar de ideologías hoy es muy complicado, porque las ideologías son un
producto del siglo XIX y la sociedad actual es del XXI. Y los cambios
sociológicos y técnicos que ha habido todavía no han sido procesados por
ninguna teoría. Vivimos un presente muy intenso y muy abierto, cuya máxima
característica es la incertidumbre. Y, sin embargo, nadie pone la duda en el
centro de su discurso, cuando es el concepto en torno al cual deben girar las
propuestas. Actualmente, la socialdemocracia (SD) no tiene espacio propio, pues
la economía global lo dificulta. Por lo que se impone una coyuntura de
reformismo progresista, gradual y riguroso en las prioridades. Marcar la buena
dirección con transparencia y honradez da la credibilidad necesaria, al margen
de los resultados, que no están garantizados.
Es
difícil resistirse al análisis de la escenificación teatral de los políticos
durante el proceso de investidura. A Rajoy,
que es un buen parlamentario, le ha perdido su estilo prepotente de forma y simple
de fondo. Humor gallego que se anula al usarlo despectivamente con el
adversario (“¿lo entiende usted?”). Su mensaje ha sido coherente, lo que es su
perdición, ya que tiene que defender lo que ha hecho durante cuatro años y
justificar la corrupción. Sánchez ha
sido el protagonista por haber conseguido, contra tirios y troyanos, ser el
candidato a la investidura. Con un estilo épico, correoso y reiterativo, ha
salido bien parado. Aunque no se sabía muy bien si estaba hablando a los
parlamentarios o al comité federal de su partido. Su papel era muy difícil.
Pero, insisto, ha aprobado con nota. Incluso ha puesto en circulación un
concepto como el de “mestizaje ideológico”, que explicaría bien su intento de
transversalidad entre partidos de ideología distinta, ante la imposibilidad de
un gobierno socialdemócrata. Pablo Iglesias ha sido el gran perdedor del
debate: mitinero desfasado, buen dialéctico aunque con trampas de fondo,
adánico, presuntuoso en exceso, ha demostrado que su objetivo no era investir a
nadie sino hacer el sorpasso al PSOE
en las próximas e inmediatas elecciones. Rivera
ha sido el gran triunfador: se ha apoderado del centro (su mención de Suárez fue muy significativa), ha
mostrado habilidad estratégica, y se ha convertido en el político bueno que
busca el bien de España a costa, si es preciso, de su sacrificio personal y de su
partido.
Es
curioso el ruido que ha armado, especialmente en el PSOE, la supresión de las
diputaciones provinciales, de las que todos hablan cuando son las grandes
desconocidas. Y es lógico ese desconocimiento, pues su cliente (en terminología
de mercado) no son la gente sino los ayuntamientos. En esta cuestión, como en
todas, lo importante es la función (servir a los pequeños municipios y vertebrar el territorio) y lo
secundario es qué organismo la realiza o cómo se llama dicho organismo. Son los
ayuntamientos la clave del asunto. Y son ellos los que tienen que manifestarse
acerca del instrumento que les va a posibilitar el ejercicio de sus potestades
constitucionales. Que las diputaciones sean instituciones manifiestamente
mejorables no es argumento para su supresión sino para su transformación. ¿O no
son mejorables las comunidades autónomas o el propio Estado? Las que duplican
la función son las comarcas o cualquier otro gobierno intermedio que se
invente. No tiene sentido desnudar a un santo para vestir a otro, para realizar
la misma función. En fin, asunto complejo y complicado que merece la pena
discutirlo con sosiego y conocimiento.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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