Hoy
vamos a jugar a política futurista. La crisis en la que estamos
inmersos podría parir criaturas nuevas e inéditas hasta ahora. Por
ejemplo, y aunque estamos lejanos, en las próximas elecciones
generales de 2015, y dependiendo de la matemática electoral
resultante, podría darse una “gran coalición” PP-PSOE. Aunque
esto suene hoy como algo imposible y hasta negativo, podría ser algo
necesario por causas internas y externas a la propia España.
Cualquier cosa menos inestabilidad, dirá Bruselas. Alemania ya lo ha
hecho.
Este
podría ser el hecho. Otra cuestión distinta es el análisis del
hecho. Todo dependerá de la perspectiva en que nos situemos y las
prioridades que barajemos. Quedan casi dos años y pueden cambiar
algunas cosas. Personalmente, pienso que no van a ocurrir demasiados
cambios ni dentro ni fuera de nuestras fronteras. En España se va a
fragmentar el voto electoral en bastantes partidos, dadas las
variadas sensibilidades que han aflorado con la crisis, que habrá
que cambiarle el nombre porque está pasando de crisis -siempre
provisional por principio- a situación estable.
Esta
nueva situación tendrá como características más notables:
depauperación creciente y estructural, juventud cualificada y
tecnificada, mentalidad antisistema moderada -tanto desde la
izquierda como desde la derecha-, relativismo ideológico, paro
estructural, adelgazamiento del Estado, valor meramente instrumental
de las instituciones públicas, ausencia de discurso social
vertebrador, creciente importancia de Europa en las decisiones
nacionales, tensiones territoriales e ideológicas con el modelo
autonómico de fondo, populismos nacionalistas crecientes, etc.
El
modelo neoliberal está en fase de consolidación y la dialéctica
política se va a mover entre la derecha y la socialdemocracia, con
matices y extensiones en ambos lados. Dependerá de la fuerza (fruto
de las elecciones) de unos u otros para que la balanza se incline en
un sentido u otro. La alternativa radical y global nos vendrá de
fuera del actual mundo desarrollado: países emergentes y también de
Sudamérica y África. Si los países islámicos consiguen separar la
política de la religión, serán una referencia importante en el
concierto global. Sin olvidar nunca a la nueva potencia de la Rusia
de Putin. Y, como no, de Estados Unidos.
En
definitiva, van a tener poca importancia los aspectos internos
nacionales, incluida la ideología política, y van a ser los
factores internacionales los que van a configurar el nuevo modelo
globalizado. Los calificativos de peor o mejor son irrelevantes, el
calificativo significativo será “diferente”, radicalmente
diferente.
Dentro
de este modelo neoliberal, uno de los “logros” fundamentales del
PP ha sido la Reforma Laboral, cuyos efectos se van consolidando en
España: paro, precariedad, inseguridad y pobreza son su traducción
humana. Otros lo llaman economía competitiva. La derecha actúa con
determinación y, a la vez, con ideología. La prueba es que ha
calado fuertemente en la opinión pública la idea de que no hay
alternativa a lo que el PP está haciendo, ya que la época en que el
Estado de bienestar funcionaba era propio de gobiernos
despilfarradores que gastaban lo que no tenían. De aquello barros
estos lodos. Y en esto andamos, en un maniqueísmo de unos
despilfarradores izquierdistas frente a otros eficaces gestores
conservadores. Y esta idea tan simple de que para
ser competitivo se tiene que flexibilizar el mercado laboral y acabar
con el modelo social, se ha hecho potente porque
los voceros mediáticos conservadores la reiteran hasta la saciedad.
La
izquierda ha perdido el debate dialéctico de las ideas en esta
crisis porque ha perdido la razón moral. Su discurso, si existe,
tiene poca credibilidad ya que no plantea una lucha frontal contra el
“statu quo”, que acepta y en el que solo se dedica a gestionar
las consecuencias. Una política que no se eleva hasta las causas y
solo se dedica a gestionar las consecuencias, nunca se convertirá en
motor de la historia. Y las causas fundamentales son dos: la
disminución del papel del Estado y la consecuente desregularización
de los mercados.
Establecidas
las causas y las consecuencias, solo queda la acción política, que
debería traer como consecuencia la transformación económica y, en
un segundo momento, el cambio social. La Europa social que
pretendemos no puede caer en la trampa de la competitividad con
países que no respetan los derechos humanos. Y esa actitud se llama
política, no economía. Si tenemos que aceptar el capitalismo, al
menos negociemos su reestructuración, que la economía productiva no
sea suplida por la economía financiera y especulativa.
Mariano
Berges, profesor de filosofía
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