Nuestros
hijos piensan radicalmente distinto que nosotros, sus padres. ¡Menos
mal! Porque si tuvieran nuestra visión, configurada por conceptos
como el paro, la seguridad, un proceso vital que ha ido de malo a
bueno, con garantías sociales como la educación y la sanidad, que
nos ha permitido una cierta comodidad denominada Estado de bienestar,
y percibieran que todo esto está desapareciendo, su angustia vital
sería peligrosa. La prolongada duración de la crisis económica ha
provocado cambios
radicales en la mentalidad de los jóvenes,
que se enfrentan a su futuro con una mayor incertidumbre que las
generaciones de sus padres. La juventud actual manifiesta
especial preocupación por la
denominada crisis del contrato social,
que se puede formular como que si los jóvenes se forman
correctamente la sociedad les garantiza una integración social digna
cuando sean adultos. Sin embargo, el desempleo actual, las
dificultades para la emancipación y la inseguridad en su futuro
cuestionan ese contrato. Los jóvenes empiezan a dudar de la firmeza
de ese contrato social.
Actualmente,
el paraguas familiar está evitando la tragedia y la explosión
social por parte de la juventud pero también está ocultando la
realidad presente y futura. Los jóvenes tienen un conocimiento
teórico sobre la crisis actual pero carecen de un conocimiento
empírico y existencial, que es el enganche vital con la realidad.
Han oído hablar del Estado de bienestar, incluso hasta lo han
saboreado, pero todavía no han sentido en sus carnes la carencia del
mismo. Su temor sobre la desaparición del Estado de bienestar es
teórico y de prospectiva, pero aún no lo sufren. Las chicas de
treinta y tantos años ya empiezan a dudar de su posible maternidad,
dada su inestabilidad laboral y/o geográfica, tanto de ellas como de
sus parejas. Si a ello añadimos que para muchos su futuro está en
el extranjero, esta percepción se va confirmando.
Todo ello
ocasiona en los jóvenes una adolescencia demasiado prolongada. La
madurez y la autonomía solo se consolidan con la emancipación
económica y física del hogar paterno y con unas condiciones dignas
de trabajo y de confort. Si estos parámetros no existen, o tardan a
existir, la visión fatalista del futuro comienza a aparecer, lo que
puede ocasionar un deterioro físico y psíquico. ¡Que diferencia
con la generación de sus padres, que sabíamos que nuestro trabajo
en formarnos iba, casi seguro, a tener un final feliz. Nuestra vidas
han caminado en un proceso progresivo de peor a mejor, lo que,
psicológicamente, es lo mejor que le puede pasar a una persona. Sin
embargo, el proceso inverso, que parece va a ser el de la juventud
actual, que no van a superar a sus padres ni económicamente ni
culturalmente, como sería lo natural, va generando en ellos un
cambio de modelo existencial de mera supervivencia individual e
individualista que va en perjuicio de ellos mismos y de la propia
sociedad en su conjunto, que no se va beneficiar de las mejores
energías juveniles. Si a ello añadimos que nuestra generación
ocupa la casi totalidad de los puestos apetecibles en todos los
ámbitos, nuestra responsabilidad como conjunto social, por comisión
o por omisión, nos debería avergonzar.
Esas
manifestaciones, y realidades, de que cualquier joven aceptaría
cualquier trabajo, en cualquier sitio y por cualquier precio, supone
la mayor degradación humana que podemos permitir. No sirve echar la
culpa a los políticos y a los banqueros. Todos somos responsables,
porque todos debemos ser políticos en el sentido griego de coadyuvar
al justo desarrollo de la ciudad-estado. Todos, jóvenes y mayores,
debemos armonizar las acciones formalmente legales (votaciones) con
las menos formales (movilizaciones y movimientos sociales) para
modificar la situación actual y, más aún, la situación que se
vislumbra.
Precisamente,
en breve tendrán lugar unas elecciones europeas en las que se va a
elegir un Parlamento que, hasta ahora, ha dado muy poco juego y ha
sido una especie de balneario donde los partidos políticos enviaban
a sus egregios y viejos militantes. Pero el Parlamento Europeo debe
ser la herramienta idónea para la modificación de esta realidad que
es ya más europea que española. Europa es nuestra grandeza y
nuestra miseria, porque el viejo proyecto federal europeo debe
reaparecer frente a esta Europa de los mercados. Votemos para cambiar
Europa y así cambiar nuestras vidas. No cometamos el error de
perspectiva de que estas elecciones no van con nosotros.
Conclusión:
nuestras vidas también dependen de nosotros mismos. Actuemos para
que otros actúen. La pasividad y el “no hay nada que hacer” son
nuestros peores enemigos.
Mariano Berges,
profesor de filosofía
No hay comentarios:
Publicar un comentario