Esta semana he leído una entrevista que Ramón Lobo
hace al historiador José Álvarez Junco. La sabiduría y el sentido común
del historiador me sugieren recomendarla y comentarla a mis lectores. No hay
por qué estar de acuerdo con todas sus opiniones, pero la honestidad
intelectual y el rigor histórico de nuestro personaje se palpan en cada línea.
Me ceñiré a plasmar algunas ideas.
Álvarez Junco se considera un historiador del XIX-XX,
por lo que a ellos se remite continuamente. Cuando se le pregunta sobre la
historia común de España en los últimos siglos, se remite al alto grado de
subjetividad de la Historia y a la imposibilidad práctica de alcanzar un grado
de consenso sobre una historia común. Ni en España ni en ningún otro sitio.
Todos los conflictos humanos son complicados. Y siempre hay muchas versiones y,
por lo tanto, muchas verdades. Y en esta cuestión, se llevan la palma los
nacionalistas, grandes inventores de la historia. Tanto los nacionalistas
periféricos como los nacionalismos centrales. Cuenta a propósito de esto que
los papas y los señores feudales pagaban a los historiadores para que
inventaran sus hazañas y, claro, se inventaban cosas increíbles.
Sobre la denominada Guerra de la Independencia de
1808, el historiador hubiera sido afrancesado, posicionándose con la
racionalidad, el laicismo y la Ilustración francesas frente al absolutismo reaccionario de Fernando
VII. Entre las causas de los consecutivos desastres españoles, achaca no
pequeña parte a la religión y al seguidismo de los muchos católicos españoles,
gente más de rituales que de creencias y valores morales. La Iglesia, dice, ha
estado completamente al margen o en contra de los avances del pensamiento
político y social contemporáneos.
Sobre la II República, dice que la responsabilidad de
su fracaso fue de todos. Los republicanos de verdad (Azaña y la
Institución Libre de Enseñanza), liberales y modernizadores europeístas, frente
a los que jugaron con fuego a hacer la revolución (anarquistas, comunistas y
socialistas de izquierda), que nunca entendieron el verdadero espíritu
republicano. Todavía hoy en la política española, la derecha es bastante
retrógrada y la izquierda aún es bastante sectaria.
Álvarez Junco considera que “España es un país de
trinchera: aquí o allá, con nosotros o contra nosotros”. Y lo atribuye a
que España es un país inculto, y en la escuela no nos enseñan que tu verdad es
tu verdad pero no La Verdad, que el de al lado tiene otra verdad distinta a la
tuya y que aunque sea distinta es respetable. Cita a propósito de esta
característica la obra de John Stuart Mill “Sobre la libertad”, autor
poco leído en nuestro país y ejemplo de educación liberal (del liberalismo
bueno, el filosófico). Por una vez que en España aparece una asignatura que
suena bien en el sistema educativo (“Educación para la Ciudadanía”), la quitan,
no sé si por el título o por el contenido, o por ambos. Y eso que se reducía a
ser una asignatura más entre otras, en vez de ser un magma que impregnara todas
las asignaturas del currículum. Dice que “España es un país que no escucha”.
Ver el ejemplo de las tertulias y debates en los medios. Todos hablan y nadie
escucha. O sea, que “tenemos una educación de baja calidad”, pero no
necesariamente por nuestros políticos sino por nuestra ciudadanía, en parte.
Nuestros políticos son resultados de nuestra ciudadanía. Así, por ejemplo, en
la práctica docente, los profesores españoles asfixian al estudiante con
demasiada información, que ya está en los libros y en internet, cuando lo que
hay que darles son lecturas para discutirlas en clase.
Le preguntan por movimientos ciudadanos como Guanyem, Ganemos
o Podemos. A lo que responde que le parece bien todo tipo de denuncias de la
corrupción pero que son movimientos un tanto infantiles, populistas y
redentoristas. Ironiza diciendo que “el pueblo es bueno, los políticos son
malos, y si le dejamos el poder a la gente todo va a ir bien”. Pues
depende, porque la gente es egoísta y malvada como todos los seres humanos. Y
si la gente no tiene suficiente educación hará barbaridades. No hay que confiar
tanto en la gente y sí en el cumplimiento a unas normas siempre perfectibles y
en el respeto a una instituciones lo más ejemplificadoras posibles. No
obstante, no acepta el anquilosamiento y clientelismo de los dos grandes
partidos.
Ante la pregunta sobre el futuro de Cataluña,
argumenta, inteligente y pesimistamente, que, en una situación democrática,
habría que reconocer el derecho a decidir, pero ¿qué hacemos con los catalanes
que no quieren separarse?, ¿hay que reconocerles el derecho a no separase?
Habría que dividir en unidades cada vez más pequeñas. Asunto muy complicado.
Mariano
Berges, profesor de filosofía
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