ENCERRADOS EN
EL PRESENTE
Este último domingo (19-01-2020), Fernando Vallespín escribía un artículo
en “El País” (Hay que combatir el miedo
al futuro) que me pareció una reflexión muy acertada sobre la crisis de
credibilidad (y de miedo) que nos asalta hoy en medio del barullo
socio-político que nos rodea. Me refiero, especialmente, a la investidura de
Sánchez tras el pacto con UP y con la abstención activa de ERC y Bildu.
Ante la multitud de interrogantes posibles, casi todos basados en el temor
hacia el futuro, uno se cabrea consigo mismo, se agarra al optimismo de la voluntad y decide que la vida sigue, que el futuro
no está escrito y que ya veremos qué sucede. Los profetas y los alarmistas siempre
han tenido un gran poder de atracción, a la vez que también mala prensa y,
además, cierto tufillo de superioridad, pues solo ellos son capaces de prever
lo que va a pasar.
En el otro lado puede uno jugar educadamente y fingir que las palabras y
discursos de unos y otros son lógicos y hasta verdaderos: los que tienen el
poder (que entre todos les hemos dado) tienen la obligación (¿y la convicción?)
de asegurar que un mejor futuro nos aguarda con ellos al frente. Los que están
en la oposición nos hablan del engaño urdido por los vencedores y nos quieren
iluminar con su verdad objetiva.
Y en medio nosotros, y yo, con este artículo a mitad y sin tener muy claro
por dónde seguir. Juro por los dioses que, en este momento, no tengo ni idea
cómo acabará. Hay un cierto placer nietzscheano ante este abismo hacia lo
incierto, en el que no nos queda más remedio que inventar nuestro futuro.
Quizás hemos llegado a ser ese niño inocente capaz de todo, incluso de inventar
la vida.
Con la Ilustración aprendimos a pensar que el hombre, basado en la razón y
la ciencia, podía soñar con un futuro mejor. Incluso pensábamos en un progreso
infinito. Y nos ha ido bien desde el siglo XVII. Los avances de la humanidad
han sido espectaculares. Entre otras cosas, hemos inventado y perfeccionado la
democracia representativa. Algo así como una cosa humilde y razonable que
imposibilitara todas las utopías totalitarias que han existido. Hemos
relativizado el bien y el mal. Sabemos que el ser humano es muy poderoso, capaz
de crear el cielo y el infierno. No hay más que recordar el trágico y recién
acabado siglo XX. Los avances científicos, económicos y políticos son
superiores a nuestros sueños, pero las guerras, el holocausto, las dictaduras,
las hambrunas, todo tipo de exilios… son el contrapunto maldito del gran poder humano.
Parece como si todas las utopías habidas hasta ahora se hubiesen pinchado y
solo se vislumbrasen distopías climáticas y tercermundistas. Ya no estamos tan
seguros del eterno progreso. Hasta la democracia, nuestro gran descubrimiento
ilustrado, parece languidecer. Vuelven a aparecer las grandes potencias que
nunca se fueron. La globalización no se deja domesticar y, aunque el
crecimiento económico sigue imparable, la desigualdad entre iguales desdibuja
monstruosamente el paisaje.
Si las utopías parecen sueños fuera de nuestro alcance, las distopías
producen agotamiento existencial. A mí, personalmente, lo que más me desmoraliza
es la falta de capacidad intelectual para evitar caer rendidos ante esta
inmediatez sin horizontes. Si hemos sobrevivido a dos guerras mundiales (los
españoles sumamos nuestra guerra particular), si hemos superado los
totalitarismos fascistas y bolcheviques, estamos capacitados para superar
también esta opacidad consumista y mediática que nos envuelve.
Necesitamos resetearnos, paralizar el ritmo frenético y hueco de nuestras vidas,
buscar el silencio de la cotidianeidad, huir de los grandes eventos que nos
ensordecen, leer, escuchar, estudiar, pensar. Quizás sea éste un momento social
por excelencia, en el que la sociedad reflexione sobre sí misma. Vivimos en un
entorno privilegiado (Europa, España), y con unos mecanismos suficientes de
convivencia y de solucionar los desacuerdos (la política). Solo nos falta
dialogar, pero de verdad. No monólogos meramente formales, sin dirección y sin
contexto. Eso es teatro. Si por algo salió adelante la Transición española fue
porque los agentes del momento dialogaron en torno a un bien superior y común a
todos ellos. Aunque, como diría Cercas, algunos tuvieran que traicionar a los
suyos: Suarez a la Falange, Carrillo a los comunistas y Mellado a los
militares.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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