sábado, 8 de febrero de 2020

INCENDIO EN EL CAMPO

La ventana indiscreta

INCENDIO EN EL CAMPO

Durante estos últimos días, los asuntos tratados en los medios de comunicación son muy numerosos. El primero, indudablemente, es la epidemia china del coronavirus y sus ramificaciones por todo el mundo.  Siguen la reforma del Código Penal y su posible consecuencia balsámica en Cataluña, el nombramiento de la nueva Fiscal General del Estado, y los superpoderes de Iván Redondo. De todos ellos habrá que hablar.

Pero de todas las noticias de los últimos días, la que más me ha interesado, por su incidencia en la vida real de muchas gentes y territorios de España, es la protesta de los agricultores: los herederos de la “Extremadura saqueada” de Mario Gaviria, los “aceituneros altivos” a los que cantaba Paco Ibáñez y los hijos de los agricultores fundadores de la UAGA aragonesa.

Ha habido dos declaraciones significativas al respecto: la del Presidente de Extremadura quejándose de la incidencia negativa que el nuevo SMI iba a tener entre los pequeños agricultores extremeños; y la del Secretario General de UGT diciendo que esos movimientos de protesta eran generados por “la derecha terrateniente y carca”. Así como la primera era una llamada a hablar del problema de los precios agrarios como problema de fondo; la segunda declaración era una gran metida de pata. Álvarez podría tener con los agricultores tanta comprensión como tiene con el separatismo catalán.

Ante el activismo verbal y mediático de nuestros políticos, se ha ido larvando este movimiento silencioso y alejado de los grandes medios de comunicación, hasta que ha estallado con ocasión  de la subida del salario mínimo profesional (SMI). Yo no pienso que el SMI sea causa del malestar agrario, sino una distorsión más del problema de los precios agrarios dentro del proceso de producción y distribución alimentaria. Porque está claro que el SMI tiene beneficios inmediatos para los trabajadores, aunque cause también distorsiones territoriales. La subida salarial ha hecho pupa entre los pequeños empresarios agrícolas, pero tendría gracia que la supervivencia de los pequeños agricultores se basase en la explotación de los inmigrantes. El problema es mucho más complejo y es un efecto más de la globalización, que tiene a los pequeños agricultores entre sus perdedores. Pero si la única respuesta es la que dio el Ministro de Agricultura, “yo no puedo hacer nada porque no puedo fijar los precios, ya que dependen de la oferta y la demanda”, entonces ¿para qué sirve la política? Cuidado con estas cosas, que la antipolítica de Vox está al acecho para recoger todo lo que los políticos tradicionales van dejando en la intemperie. No otro es el alimento de los populismos. La revuelta del campo se parece cada vez más al comienzo de la lucha de los chalecos amarillos en Francia. Clases desfavorecidas que se sienten olvidadas por un socialismo gobernante, más atento a la modernidad del norte y de lo urbano, acuciados por las exigencias nacionalistas, y que amenazan ahora con incendiar los feudos tradicionales del PSOE. Y faltan todavía por implementar las medidas de la transición ecológica (subida del diésel, medidas restrictivas para el porcino y la ganadería), que profundizarán el malestar agrícola-ganadero.

Está bien eso de definir el ideario de un partido progresista por el feminismo, ecologismo, digitalización, y otras solemnes reivindicaciones, pero todo eso está lejos de los ámbitos rurales. La perspectiva de un partido progresista no puede dejar de lado a tanta gente como se está quedando fuera de los objetivos de la modernidad. Toda esa gente se ha quedado fuera del visor político socialista. Y las cosas de comer siguen siendo, desde el homo sapiens, lo más básico de la subsistencia. La vergüenza universal es que lo sigan siendo hoy. 

Las ineficiencias del mercado se han disparado de tal forma que muchos agricultores van “a pérdidas” en sus ventas. La liberalización del mercado distribuye las rentas muy desigualmente, pero la política ha hecho poco-nada por contrarrestar los efectos de esta liberalización. Pero no todo es culpa de los políticos y de los oligopolios que controlan el proceso y fijan los precios, repartiendo así rentas y beneficios. También los agricultores han estado enquistados en una mera producción primaria de sus productos, sin darles valor añadido y sin constituir cooperativas fuertes de segundo grado que puedan discutir los precios en el mercado global.   

Siempre he pensado que Aragón en general y las Cinco Villas (especialmente Ejea y Tauste) en particular, tenían un enorme potencial en agua y territorio, y se han conformado con producir primariamente sus alimentos, malvendiéndolos a los controladores del proceso transformador y comercializador. Pero podían haberse convertido en transformadores de sus productos, beneficiándose de su propio valor añadido y ocupando un lugar en el mercado global. Eso que llamamos agroindustria. Pero hemos optado por otras cosas más modernas, en las que tenemos un papel secundario y dependiente. Nos hubiera ido mejor con el otro modelo, pero ahora quizás ya sea  tarde.
              Mariano Berges, profesor de filosofía

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