Cuando la situación es
tan compleja como la actual, cundo tenemos muchas preguntas y pocas respuestas, cuando todo se
desmorona a nuestro alrededor, cuando se toman decisiones irreversibles sobre
cuestiones vitales, cuando el elemento fundamental de nuestra sociedad –la
juventud- se siente fracasada antes de haber empezado a vivir, en estas
circunstancias hay que pararse a pensar. Pensar sobre asuntos fundamentales
para todos, incluso para los que no los tienen como tales. Asuntos como lo público
y lo privado, la economía y la política, los líderes sociales, la pobreza y la
riqueza, la dignidad humana, etc.
El Estado y sus
manifestaciones radiales (autonomías, ayuntamientos) se deben a lo público, que
es la única manera de proteger a sus ciudadanos más vulnerables; los fuertes ya
se protegerán ellos solos. Respecto a lo privado, el Estado lo debe proteger,
posibilitar, regular, pero no necesariamente fomentar. Y si hay ayudas, siempre
con condicionamientos sociales. Como los actuales Memorandos de Bruselas pero
al revés. Hay sectores estratégicamente públicos, educación, sanidad, servicios
públicos en general, que deben ser blindados sobre un mínimo de dignidad dentro
de nuestras posibilidades económicas. Caben externalizaciones en ellos sobre
aspectos colaterales no esenciales, pero siempre sin perder el objetivo y el
control público desde la perspectiva ciudadana. Para ello es necesaria una
buena dirección estratégica, donde la ética actúe como tecnología punta entre
otras no más importantes. De ahí la importancia de la formación para nuestros
jóvenes, y no tanto de la erudición. La erudición se refiere al conocimiento
repetitivo de datos y resultados, la formación fomenta la capacidad de
aprendizaje y la asunción del cambio como categoría mental.
La política es más
necesaria que nunca, pero una política capaz de seducir. “La información no
funciona verdaderamente sino cuando seduce”, solía decir mi amigo Mario Gaviria. Una política que, sin
abandonar el día a día, tenga un relato y un proyecto seductores y creíbles,
con objetivos claros, con medios viables y hasta con dudas razonables. Que
pueda explicar sus aciertos y sus errores cuando los ciudadanos así lo exijan.
Pero esa política demanda políticos éticamente inteligentes, con capacidad para
una tarea fundamental e imprescindible. El político no hace falta que sea bien
parecido, ni gracioso, ni siquiera entusiasta, sino capaz y honrado. “Hay
ineptos entusiastas. Gente muy peligrosa”, decía el pesimista Schopenhauer.
Hoy se habla mucho de la
desafección política, pero desde posiciones políticas, desde otro tipo de
política embrionaria, todavía sin desarrollar y con elementos juveniles no
configurados. Haríamos mal en desoír esta manifestación política-antipolítica.
La clave consiste en saber traducir. “Entender es traducir”, dice G. Steiner. Los partidos políticos
actuales son excesivamente tradicionales y “los tiempos están cambiando” ya
desde Bob Dylan. Su fuerte
jerarquización y su interesada endogamia los hace vivir en una auténtica
burbuja, sin información del entorno cambiante que está demandando otro tipo de
pensar y hacer.
Que los mercados existen
es obvio. Siempre han existido, aunque no con tanta presencia. En realidad, los
mercados tienen la presencia que la política les ha permitido. Y en la política
hay correlaciones de fuerzas e influencias que marcan una dirección u otra. Las
políticas conservadoras van detrás de los mercados, a los que sostienen, tras
los que se esconden y con los que se justifican. Las políticas progresistas
deberían ir delante de los mercados, a los que deberían dirigir y corregir. Y
nunca debemos olvidar que detrás de la economía y la política están los
ciudadanos, que quitamos y ponemos gobiernos que se supeditan o dirigen los
mercados.
Las patologías sociales,
igual que las médicas, se detectan por los síntomas. Si la cohesión social
falla, la política no es la correcta. Si en un país desarrollado como España,
la exclusión social es noticia diaria, la armonía social que el gobierno está
obligado a proteger falla. Y es aquí donde los ciudadanos se quejan de los
políticos y les exigen que sigan pero que cambien, de fondo y de forma, que
abandonen su “irresponsable grandiosidad retórica” (Tony Judt) y que armen un relato creíble, con unos medios visibles
y viables y con una dimensión utópica y ucrónica que marque la buena dirección.
No son importantes las metas sino la dirección. La crisis, paradójicamente,
podría convertirse en una oportunidad política si la transformásemos en un
punto de inflexión reflexiva.
Mariano Berges,
profesor de filosofía
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