Parece evidente que para hablar de la España de hoy hay que remontarse al 20
de noviembre de 1975, fecha de la muerte del dictador que había supuesto el
final de una España republicana cuyos anhelos europeos y modernizadores que tan
bien personalizó Azaña. No procede
aquí hablar de si la Transición pudo ser mejor o no. La Transición fue la que
fue y fue buena. Hubo generosidad política y se pactó un calendario de
prioridades sensato. Como siempre, hubo hitos y nombre propios que destacan
sobre otros. En primer lugar hay que nombrar al presidente Suárez, que supo ver que el progreso de España y el suyo confluían
y se necesitaban. La juventud es siempre
buena apuesta en momentos de cambio fuerte. En segundo lugar, hay que recordar la
fecha de 3 de abril de 1979, con la llegada de los primeros ayuntamientos
democráticos, gracias al pacto entre el PSOE y el PCE. Fueron unos años de práctica
democrática y escuela de ciudadanía que posibilitó el gran triunfo del PSOE en
1982. Felipe González, a lo largo de
catorce años de gobierno, con sus luces y sus sombras, fue y sigue siendo la
máxima personalidad de la política española. Aznar, en tono menor, supuso la normalización de la alternancia
política que toda democracia consolidada necesita. Posteriormente, a partir del segundo mandato
de Aznar, da la impresión de que la política española se ha reducido y vamos
transitando cuatrienalmente con una resignación ciudadana digna de mejor causa.
También hay que citar al rey Juan Carlos
y a Carrillo como elementos
favorecedores de la Transición.
El paseo histórico del párrafo anterior supone 41 años de recorrido en el
que, bajo su apariencia de levedad
esquemática, hay todo un entramado de vidas, ideas, progresos y regresiones.
Pero lo que nadie puede negar es que ha sido un proceso intenso y fructífero
para España y los españoles. Se consiguió mucho: salir de la dictadura
pacíficamente y con un nivel político muy digno; un Estado de bienestar muy
razonable; unas infraestructuras espléndidas a raíz de nuestra entrada en
Europa; unas cifras de empleo muy satisfactorias a pesar de la crisis
industrial y, eso sí, con la hipoteca de la burbuja inmobiliaria. Pero, en mi
opinión, hubo un gran fallo: la reconversión del Estado en un Estado de las
Autonomías. La presión de catalanes y vascos se quiso zanjar con un enorme tiro
por elevación, otorgando la autonomía incluso a los que no la pedían, no
cayendo en la cuenta de que los nacionalismos funcionan más por la cuota
diferencial con los demás que por su propia entidad. Se dio luz verde a todo un
reino insaciable de taifas. No hay economía que pueda soportar 17 miniestados
en continua postura reivindicativa. Yo hubiera preferido una profunda e
inteligente descentralización del viejo Estado centralista y una cuota
diferencial de tipo cultural e idiomático para los viejos nacionalismos. Nos
hubiera ido mucho mejor. Ahora es prácticamente imposible la vuelta atrás,
aunque sí cabrían algunos retoques importantes en sanidad y educación, con un
sentido de Estado. Soy consciente de que esta opinión será poco compartida,
pero qué vamos a hacer.
En la actualidad estamos posiblemente en un segundo momento histórico,
consecuencia del enquistamiento político de los viejos partidos, con una mayor
pluralidad y cuya necesidad de renovación es manifiesta, pero cuya arquitectura
política aún no somos capaces de articular. En principio es imprescindible un cambio
radical de personas en la política española. Como en 1975, la juventud vuelve a
ser una apuesta segura para el cambio necesario. Las mentes jóvenes tienen una
visión más ajustada de “su” realidad, mientras que los mayores son, a veces, una
rémora para el cambio necesario. Aunque no siempre es biología, también es
filosofía.
La cantidad de cosas que hay que hacer necesita savia nueva. Entre otras, salir
de la crisis (todos, no unos pocos), racionalizar la política territorial, profesionalizar
las instituciones, reformar la Constitución, cambiar el modelo productivo
español, acordar un pacto de Estado sobre la educación (incluyendo a la
universidad), sobre la sanidad y sobre las pensiones, para que de una vez
tengamos una visión mínimamente común en cuestiones fundamentales, elaborar una
postura clara y progresista sobre nuestro papel en Europa; garantizar la real y
efectiva división de poderes, especialmente la independencia judicial. Y como
herramientas políticas sigue habiendo dos referencias claras, siempre que estén
libres de corrupción y clientelismo: la socialdemocracia, que debe encontrar sus
nuevas coordenadas y sus líderes, y un partido conservador moderno, más europeo.
Los partidos emergentes no han descubierto espacios nuevos, solo estilos
distintos por consolidar.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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