sábado, 7 de mayo de 2016

ESPAÑA, UN PROCESO

Parece evidente que para hablar de la España de hoy hay que remontarse al 20 de noviembre de 1975, fecha de la muerte del dictador que había supuesto el final de una España republicana cuyos anhelos europeos y modernizadores que tan bien personalizó Azaña. No procede aquí hablar de si la Transición pudo ser mejor o no. La Transición fue la que fue y fue buena. Hubo generosidad política y se pactó un calendario de prioridades sensato. Como siempre, hubo hitos y nombre propios que destacan sobre otros. En primer lugar hay que nombrar al presidente Suárez, que supo ver que el progreso de España y el suyo confluían y se necesitaban. La juventud  es siempre buena apuesta en momentos de cambio fuerte. En segundo lugar, hay que recordar la fecha de 3 de abril de 1979, con la llegada de los primeros ayuntamientos democráticos, gracias al pacto entre el PSOE y el PCE. Fueron unos años de práctica democrática y escuela de ciudadanía que posibilitó el gran triunfo del PSOE en 1982. Felipe González, a lo largo de catorce años de gobierno, con sus luces y sus sombras, fue y sigue siendo la máxima personalidad de la política española. Aznar, en tono menor, supuso la normalización de la alternancia política que toda democracia consolidada necesita.  Posteriormente, a partir del segundo mandato de Aznar, da la impresión de que la política española se ha reducido y vamos transitando cuatrienalmente con una resignación ciudadana digna de mejor causa. También hay que citar al rey Juan Carlos y a Carrillo como elementos favorecedores de la Transición.
El paseo histórico del párrafo anterior supone 41 años de recorrido en el que, bajo su  apariencia de levedad esquemática, hay todo un entramado de vidas, ideas, progresos y regresiones. Pero lo que nadie puede negar es que ha sido un proceso intenso y fructífero para España y los españoles. Se consiguió mucho: salir de la dictadura pacíficamente y con un nivel político muy digno; un Estado de bienestar muy razonable; unas infraestructuras espléndidas a raíz de nuestra entrada en Europa; unas cifras de empleo muy satisfactorias a pesar de la crisis industrial y, eso sí, con la hipoteca de la burbuja inmobiliaria. Pero, en mi opinión, hubo un gran fallo: la reconversión del Estado en un Estado de las Autonomías. La presión de catalanes y vascos se quiso zanjar con un enorme tiro por elevación, otorgando la autonomía incluso a los que no la pedían, no cayendo en la cuenta de que los nacionalismos funcionan más por la cuota diferencial con los demás que por su propia entidad. Se dio luz verde a todo un reino insaciable de taifas. No hay economía que pueda soportar 17 miniestados en continua postura reivindicativa. Yo hubiera preferido una profunda e inteligente descentralización del viejo Estado centralista y una cuota diferencial de tipo cultural e idiomático para los viejos nacionalismos. Nos hubiera ido mucho mejor. Ahora es prácticamente imposible la vuelta atrás, aunque sí cabrían algunos retoques importantes en sanidad y educación, con un sentido de Estado. Soy consciente de que esta opinión será poco compartida, pero qué vamos a hacer.
En la actualidad estamos posiblemente en un segundo momento histórico, consecuencia del enquistamiento político de los viejos partidos, con una mayor pluralidad y cuya necesidad de renovación es manifiesta, pero cuya arquitectura política aún no somos capaces de articular. En principio es imprescindible un cambio radical de personas en la política española. Como en 1975, la juventud vuelve a ser una apuesta segura para el cambio necesario. Las mentes jóvenes tienen una visión más ajustada de “su” realidad, mientras que los mayores son, a veces, una rémora para el cambio necesario. Aunque no siempre es biología, también es filosofía.
La cantidad de cosas que hay que hacer necesita savia nueva. Entre otras, salir de la crisis (todos, no unos pocos), racionalizar la política territorial, profesionalizar las instituciones, reformar la Constitución, cambiar el modelo productivo español, acordar un pacto de Estado sobre la educación (incluyendo a la universidad), sobre la sanidad y sobre las pensiones, para que de una vez tengamos una visión mínimamente común en cuestiones fundamentales, elaborar una postura clara y progresista sobre nuestro papel en Europa; garantizar la real y efectiva división de poderes, especialmente la independencia judicial. Y como herramientas políticas sigue habiendo dos referencias claras, siempre que estén libres de corrupción y clientelismo: la socialdemocracia, que debe encontrar sus nuevas coordenadas y sus líderes, y un partido conservador moderno, más europeo. Los partidos emergentes no han descubierto espacios nuevos, solo estilos distintos por consolidar.

Mariano Berges, profesor de filosofía

No hay comentarios:

Publicar un comentario