sábado, 16 de febrero de 2013

Crisis institucional Los países serios de nuestro entorno deben su desarrollo sostenido y equilibrado al rigor de sus instituciones

La crisis actual ha hecho aparecer en España otras crisis casi eternas, de las que nunca se ha intentado seriamente su transformación. Una de ellas, en mi opinión la más importante, es la crisis institucional. Vengo repitiendo hace tiempo que España no es un país serio. Los asuntos públicos interinstitucionales se tratan como meras relaciones personales. No existen conexiones interinstitucionales operativas, solo son formales y retóricas. Nada digamos cuando un particular tiene alguna propuesta interesante que hacer a cualquier institución. Tiene que ir mendigando una entrevista ya que no hay ningún cauce real de interlocución con la Administración. Los filtros de los dirigentes institucionales con la sociedad no son filtros cualitativamente selectivos sino vulgares pantallas impenetrables. El peso del amiguismo y del clientelismo se impone al del mérito y la objetividad. España ha tenido un sistema institucional elitista casi siempre. El final de la dictadura en 1975, que da origen a un cambio radical de régimen, fue una ocasión histórica desaprovechada para haber acabado con las prácticas clientelares o el mal uso de los recursos público (corrupción) que han pervivido en el seno de un sistema que formalmente se construye con pautas institucionales abiertas e inclusivas (cualquier sistema auténticamente democrático lo es) pero que materialmente sigue funcionando con fuertes elementos y raíces de carácter opaco y extractivo. Los partidos políticos han heredado un pesado legado institucional y una cultura política opaca y endogámica de la que no han sabido ni querido desprenderse. El ser miembros de la UE tampoco nos ha estimulado a implantar un sistema institucional riguroso, transparente y auténticamente democrático Todo ello explica el estado de profundo deterioro en el que se encuentra el sistema institucional español (estatal, autonómico y local) en su conjunto y de la creciente erosión de la confianza de los ciudadanos en sus instituciones. Y cuando hablamos de instituciones hablamos de todas: desde la Corona hasta el último ayuntamiento, pasando por el sistema judicial, los parlamentos varios, partidos, sindicatos, patronales, órganos de control cooptados, universidades, iglesia, etc. Habíamos llegado a saborear las mieles de un incipiente Estado de bienestar, especialmente en sanidad y educación, y estamos viendo como se evapora ante nuestros ojos y ante nuestra impotencia. Pero es que, además, la crisis se está llevando por delante la poca credibilidad que tenían nuestras instituciones. Habría que aprovechar la superación de la crisis y la corrupción para barrer definitivamente este modelo institucional tan antiguo y nefasto. La obsesión por mejorar la competitividad económica debe ir acompañada de una profunda reforma de la función pública, apostando por la profesionalidad, la excelencia y el talento. De no ser así, es posible que la crisis financiero-económica se vaya superando (eso sí, con el adelgazamiento del Estado de bienestar que es el objetivo real de esta crisis), pero nos habremos instalado en un subdesarrollo institucional casi definitivo que hará inoperante el posible crecimiento económico. Es tan importante el cambio institucional que, de lo contrario, nuestro país nunca será un país moderno y desarrollado, ya que las instituciones son el factor fundamental del desarrollo integral de un país. Los países serios de nuestro entorno (Alemania, Inglaterra, Francia, Países Bajos y países nórdicos) deben su desarrollo sostenido y equilibrado al rigor de sus instituciones y de sus dirigentes, siempre controlados por aquellas. En España tenemos un enorme margen de mejora. Pongo dos ejemplos de nuestro atraso institucional. El primero es que cuando hay un cambio de gobierno a cualquier nivel institucional, los cambios llegan hasta los más bajos niveles de la Administración. El mismo cambio en Francia no baja de la Dirección General porque la profesionalización de la Administración ni lo permite ni lo hace necesario. El segundo ejemplo es la poca práctica en nuestras administraciones por desarrollar los instrumentos de planificación estratégica que ponga orden y sentido en los objetivos políticos generales. Claro que la planificación exige visión, coraje y transparencia en su puesta en marcha. Todo lo contrario a la opacidad y clientelismo endogámicos a los que estamos acostumbrados. Esperemos que la política, esa "nueva política" que todos anhelamos, asuma este nuevo perfil de nuestras instituciones y lo convierta en tradición. Será la única manera de estabilizar el desarrollo de nuestro país. Profesor de filosofía

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