Mario Vargas Llosa acaba de publicar un libro, La civilización del espectáculo (Alfaguara),
cuyo título y, en algún sentido, su contenido no está lejano de La sociedad del espectáculo, de Debord,
libro de culto de los años sesenta. Aunque solo fuese por el debate que debería
de crear -ojalá- merece la pena su
publicación. Aparte de otros muchos valores que siempre aporta Vargas Llosa:
buena literatura, argumentaciones sólidas
y, siempre, honestidad intelectual. Recomiendo vivamente su lectura.
Vargas habla de que en materia cultural le asaltaba desde
hacía algún tiempo la incómoda sensación de que le estaban tomando el pelo, de
que no hay manera de saber qué es cultura, todo lo es y ya nada lo es; del
triunfo de la frivolidad, del reinado universal del entretenimiento; de que el
empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales,
desarmado al periodismo y, sobre todo, devaluado la política. En definitiva,
defiende la llamada “alta cultura”, la de siempre, la conseguida a base de
esfuerzo, muchas lecturas, audiciones y exposiciones, la que escasea tanto.
La política es un producto cultural en su más profundo
sentido. Si la etimología de cultura es el cultivo del hombre, la política es el
cultivo del hombre en su dimensión colectiva o social. Y ambas, cultura y
política, no solo son un derecho sino una obligación de cualquier ser humano
que quiera mejorar la sociedad en que vive y la que van a heredar sus hijos.
Porque la sociedad ni es una entelequia ni una herencia intocable, sino un
proyecto abierto y perfeccionable que estamos todos los días construyendo. Y
dependerá del concepto que tengamos de cultura y de política para que nuestro
proyecto de sociedad que intentamos implantar sea uno u otro. Conscientes de
que debe ser siempre la mayoría social la que refrende el modelo social
resultante, como final de la tensión dialéctica entre los distintos proyectos
existentes.
Uno de los proyectos posibles, en mi opinión el más
sólido, es el proyecto socialdemócrata, síntesis del viejo socialismo y del
primigenio liberalismo político, defensor de una democracia plena en la que los
derechos humanos sean el canon de su construcción. Y como todo producto
cultural, está a expensas de la transformación social y los conceptos que la
representan. Y ambos, la sociedad y sus conceptos representativos, están en una
constante evolución teórico-práctica, de manera que hay que estar
constantemente revisando la traducción social de los conceptos y el anquilosamiento
de los conceptos que ya no representen a la sociedad.
Y aquí aparece el periodismo, otro producto cultural que
actúa como una gran pantalla global y
que funciona como un espejo universal y poliédrico. Los periodistas ofician
como profetas en nombre de Jehová, unos transmitiendo correctamente la voluntad
de Jehová, o sea, la realidad social, y otros tergivesando o manipulando esa
realidad por intereses espurios, sean propios o ajenos.
Ha habido mejores momentos que el actual para el
periodismo español, por ejemplo el momento de la transición, al final del
franquismo, cuando la competitividad de los medios era por ver quien colaboraba
más y mejor en la consolidación democrática. Actualmente, entre la crisis
económica y la crisis tecnológica, el periodismo anda triste y depresivo, lo
que le ayuda poco en su función profética de contar la realidad correctamente y
con la verdad como objetivo fundamental. Está, como todos los productos
culturales, en una situación de descrédito profesional y de déficit funcional.
La gente se pregunta ¿Qué es la cultura? ¿Para qué sirven los políticos? ¿Para
qué sirven los medios de comunicación? ¿Son independientes los medios? Una
visión cínica del periodismo sostiene que la verdad no existe. Que puede haber
tantas verdades como interpretaciones de la realidad. Esto es falso y engañoso.
La verdad en periodismo existe, es la verdad de los hechos. Sin embargo,
potentes medios se dedican a falsear la realidad. Más que informar desinforman.
Y no entremos en el mundo Internet, eso es una selva. Es el lector quien debe
ser inteligente para interpretar lo que lee. Los periódicos hay que
interpretarlos.
Sin embargo, y a pesar de todo, la cultura, la política y
el periodismo son tres elementos inexcusables y necesarios en una sociedad
moderna y democrática. Pero lo serán si sus miembros ejercientes garantizan la
calidad de sus contenidos y cumplen con las normas deontológicas que todo
profesional tiene como obligación moral y material.
Mariano Berges,
profesor de filosofía
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