La ventana indiscreta
8 de marzo, día de la mujer. Voy a cumplir con el ritual, pero voy a
intentar desmarcarme de tanta adulación imperante y voy a discriminar unas reivindicaciones
respecto de otras.
De entrada, rechazo y condeno toda violencia de todo tipo: sexual, laboral,
física, psicológica…, especialmente la que se da contra la mujer, por ser
sistemática y, a veces, definitiva. Aclarado este punto, debemos distinguir y
discutir otras reivindicaciones, porque, sin llegar a la “ideología de género”,
existe un feminismo excesivamente ortodoxo y con una prepotencia que hace dudar
de su autenticidad. En las grandes cuestiones, y el feminismo lo es, también
hay que ser humildes, y hay que convencer, más que imponer. Como siempre, en
cuestiones no pacíficas, expongo libremente mi opinión y revindico, cómo no, el
derecho a equivocarme.
La defensa de la causa de la mujer es tan obvia racionalmente que me
extraña tanto esfuerzo baldío. Diría más todavía, hay un excesivo ruido feminista
que no siempre ayuda a la causa. Por ejemplo, está muy de moda, actualmente,
incriminar a varones famosos por actos cometidos hace muchos años. Me parece
bien, pero huelo más venganza que justicia. Alguien ha dicho, a este respecto,
que hay varones que consiguen sexo desde el poder, pero que también hay mujeres
que consiguen poder desde el sexo. Cierto es en ambos casos.
En esencia, la mujer es un ser humano (ni más ni menos que el varón),
obviedad casi ofensiva pero que debería ser fundamento suficiente para
reivindicar todo lo reivindicable. Por lo tanto, si esto no está claro debe ser
porque hay una perspectiva o una variable, desde la que se falsean los roles y
las consideraciones entre humanos. Y esta perspectiva es el poder.
Como nos recuerda el libro de Alicia, quien tiene el poder otorga el
significado a las palabras. Y, salvo alguna época o lugar matriarcal, ha sido
el varón quien ha ocupado ese lugar. Y,
efectivamente, el poder otorga roles y funciones, reparte premios y castigos y,
sobre todo, da significado a la realidad y al lenguaje que la expresa. A partir
de ahí ya no es el varón quien reparte directamente las tareas, sino el
lenguaje que expresa la realidad, elaborada por el poder encarnado por varones.
Ya no digamos nada si ese poder emana de Dios.
Sin embargo, es la mujer la que juega el papel determinante en los cambios
históricos. Y no lo digo solo por el hecho biológico de parir, que también,
sino por otros muchos que se derivan de ése, especialmente la crianza, factor
esencial en la educación del homo sapiens, y no así en los animales. El parto y
la crianza son los aspectos fundamentales del humano que van a condicionar su
vida futura. Y es esta función femenina
la que, en mi opinión, mayormente discrimina a la mujer, aunque sean otras las
reivindicaciones más ruidosas.
La secuenciación de los hechos y sus motivaciones es sencilla: tener un
hijo puede ser, y generalmente lo es, una decisión catastrófica para cualquier
carrera profesional de una mujer. Y esto, además de una injusticia, es una
catástrofe social, pues se pierde una perspectiva enriquecedora y
complementaria en la economía y gobernanza de la sociedad. La edad de tener
hijos hoy se ha retrasado hasta los 33 y más años. La tasa de empleo en la
mujer sin hijos pasa del 72,5% (en el varón es del 72,1%) a un 63,5% de madres
(frente a un 82,8% de los padres). Es ahí donde empiezan todas las brechas
antimujer: horas extras, pluses, promoción, y hasta abandono laboral. Ése es el
momento crítico en la discriminación femenina. Ahí es donde la política tendría
que intervenir con decisión, creando normativa y recursos para que la
maternidad tenga mérito y no demérito para su protagonista. Embarazo, parto y crianza
deben ser premiadas por la sociedad-Estado, sin detrimento laboral ni económico
para la mujer. Las guarderías deben ser objetivo político prioritario, de
manera que, por su abundancia, precios y horarios, no merme ni un ápice el
progreso laboral y profesional de la madre. Tener hijos en una sociedad
envejecida debe premiarse en vez de castigarse. No puede ser que quien
soluciona el problema sea discriminada en su faceta humana, económica y
profesional. Éste es el momento en el que aparece la desigualdad más flagrante
contra la mujer. Hay otras desigualdades, pero no tan estructurales,
generalizadas y definitivas como ésta. Sin embargo, otras reivindicaciones
feministas meten más ruido, siendo más secundarias, llegando algunas a
verdadero folklore. Quizás el patriarcado esté en muchas mentes, no siempre
masculinas, más interiorizado de lo que creemos. Mariano
Berges, profesor de filosofía
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