A fecha
de hoy seguimos en plenas negociaciones para formar gobierno en España. Como la
cuestión ha entrado ya en una fase de fatiga y monotonía, pienso que ya he
colaborado lo suficiente con la gobernabilidad de mi país. Dejo, pues, a
Sánchez y sus socios que hagan sus deberes.
Pero
como el asunto sigue ocupando pantallas, redes y páginas, vamos a elevar la
mirada y, en vez de hablar del gobierno (como Tip y Coll), vamos a hablar de
política en general y de la izquierda en particular. Quizás sea más provechoso,
aunque la mayor parte de mis pensamientos sean dudas e indicios. Porque hablar
de política hoy en España, parodiando a Larra, es llorar. Parece que el caso
Gurtel y el de los Eres andaluces constituyen las herencias que el PP y el PSOE
nos dejan a los españoles en esta nueva época que urge comenzar desde nuevos
planteamientos políticos y éticos.
Pero no
quisiera referirme solo a lo negativo, también quiero hablar de todo un proceso
que ha durado cuarenta años, que ha tenido muchas cosas positivas y que ha
colocado a España en un lugar privilegiado, tanto en Europa como en el mundo.
Maro Gaviria tituló uno de sus libros España, la séptima potencia, en un
arrebato de autoestima contra el pesismismo imperante en ese momento.
Sin
caer en la tentación de elaborar un inventario de logros y de hitos de
“cuando éramos jóvenes”, prefiero reflexionar sobre el futuro político de la izquierda.
De la derecha no hablo porque su programa viene dado por la inercia del neoliberalismo actuante, y sus
representantes no tienen más que gestionar las consecuencias que se deriven. Es
la izquierda, como siempre, la que tiene que usar inteligencia e imaginación
para poder contrarrestar las corrientes adversas que se avecinan.
Desde
la aparición de Ciudadanos por un lado y de Podemos por el otro, parecía que la
renovación política estaba medianamente garantizada en España. Cada uno de los
nuevos partidos estimulaba a su aliado de bloque, PP y PSOE, lo suficiente como
para poder generar nuevas expectativas para enfrentar estos tiempos de
incertidumbres y nuevos parámetros. El 15-M fue, en este sentido, una florida
primavera que presagiaba una nueva atmósfera contra la emergencia climática de
la política española. Pero no ha ocurrido eso, sino que Cs ha fenecido y
Podemos, aunque subsiste, ha sido a costa de emular los vicios y virtudes del
viejo PSOE. Vox no lo computo, pues no es más que la excrecencia del franquismo
que aún estaba latente al interior del PP. Aunque sus actuales 55 escaños
parlamentarios y sus 3,5 millones de votos son palabras mayores y pudieran ser
consecuencia de ese estruendoso y crítico clamor de los españoles frente al
anquilosamiento corrupto de los viejos partidos. El tiempo nos dirá si hay
reconversión política.
Siempre
hay que recurrir a la vieja cita de Gramsci de que, ante el decadente modelo
histórico vigente, lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Son
los ciclos los que, como en la naturaleza, posibilitan los avances y progresos,
aunque también las catástrofes. Y en este sentido hay que hablar
ineludiblemente de España en Europa, fuera de la cual no tiene sentido ni
salvación. Pues bien, en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, la
socialdemocracia (SD) se constituyó en la principal fuerza política, y el
Estado de Bienestar fue su principal aportación. España llegó tarde al banquete
pero se benefició en una buena parte. En 1986 se integró políticamente en
Europa, y, con una Constitución joven y enormemente progresista, despegó
velozmente en pos de ese Estado de Bienestar, compartiendo con Europa lasa
mejores décadas de su historia.
Pero
tras la caída del muro de Berlín en 1989, la SD está a punto de morir de éxito.
Sus aportaciones básicas forman parte ya del ADN europeo y se ha quedado sin
señas de identidad diferenciales respecto de la derecha que se dedica a
gestionar las consecuencias de las nuevas coordenadas neoliberales, ya sin la
competencia de la URSS y su viejo comunismo fracasado por haber negado dos de
los factores fundamentales del progreso: la libertad y el mercado. La SD ve
reducirse el número de sus votantes, que se van a la derecha, un tanto
aburridos, incluso a la extrema derecha a probar si así salen de sus tristes
vidas. La crisis de 2008 ha marcado el apogeo de este proceso y ha entronizado
a los nuevos amos financieros como los mandarines de la nueva situación. El
rescate de los bancos españoles es el mejor ejemplo de estos nuevos tiempos.
Con la excusa de proclamarlos sistémicos, el Estado, o sea todos nosotros,
asumimos una deuda particular. De tal manera que, desde su atalaya
privilegiada, los bancos privatizan sus beneficios y socializan sus pérdidas.
Según dicen los expertos, de no proceder así se llevaban el país por delante.
Como
este análisis no ha hecho más que empezar, prometo, al menos, una segunda
parte. Como aquellas novelas por entregas de Rafael Pérez y Pérez.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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