Hace tres años escribí en este mismo periódico un artículo titulado “Envejecimiento activo”. Vuelvo sobre el tema, pues, aparte de ser mi problemática existencial del momento, pienso que es una cuestión realmente importante para los interesados y para los “no interesados”, porque la sociedad somos todos y una interrelación positiva de unos con otros nos aporta bienestar a todos.
En principio formularé, a manera de criterios básicos, tres principios: 1)
Las personas mayores quieren participar activamente y de manera integral en la
sociedad española, por lo que la sociedad debe estimular y reconocer la
contribución de los mayores al bienestar del país. 2) En nuestra sociedad se
considera a los mayores como objeto de atención más que como sujetos autónomos,
y aún menos como como personas que desarrollan críticamente esa autonomía.
Y 3) Hay que darle la vuelta a esta percepción y construir nuevos relatos
y nuevas políticas con y para los mayores.
En 1999, la OMS adoptó el término “Envejecimiento Activo” (EA) como el
proceso de optimización de la vida a medida que las personas envejecen.
Si tenemos en cuenta que en el mundo hay más de 600 millones de personas
mayores de 60 años, y que, con la esperanza de vida disparada, en 2025 serán
1.200 millones, estamos hablando de un asunto mucho más importante de lo que
parece. No es solo cosa de viejos. Y si somos de los que solo vemos importante
la economía, tendremos que pensar que la sanidad, las pensiones y los servicios
sociales son la parte del león en nuestro Estado de bienestar y tienen en las
personas mayores su mayor coste. Por lo tanto, o “matamos” a los viejos o les
hacemos un hueco. Y este hueco que los mayores deben tener, puede y debe ser
mucho más eficiente si la sociedad (y el poder) los trata como sujetos activos
y no solo como objetos a cuidar.
Uno de los tópicos más inoperante que solemos usar en esta cuestión es la
improductividad de los viejos. Y nos referimos siempre al trabajo profesional
y/o físico. Pero si observamos el número de parados en la actualidad española,
y más aún, en que el paro no tiene remedio para mucha gente, bien sea por falta
de cualificación, por robotización de ciertos trabajos o por improductividad de
ciertos medios tradicionales, podríamos pensar que la sociedad del ocio que
Marcuse predicaba en los años sesenta (“Eros y civilización”) había llegado,
tanto para los laborales como para los jubilados. Y en esta sociedad del ocio
no es el trabajo el problema principal, sino cómo ocupar el tiempo libre.
¿Tiene el hombre de hoy la capacidad intelectual para estar sin trabajar? Como
siempre, unos sí y otros no, independientemente de su edad. Y el problema de
los salarios tampoco sería un grave problema, pues la Renta Básica Universal (y
otros productos existenciales que aparecerán en el futuro inmediato) será algo
tan elemental que dejará de ser una demanda política para convertirse en un
principio básico de convivencia. Los cambios en la manera de organizarse la
sociedad son vertiginosos y aún lo serán más.
Esta nueva perspectiva de ciudadanía que pido para los mayores debería
tener tres características importantes:
1) El valor de la autonomía personal: ni ser viejo significa ser inútil ni
trabajo y jubilación tienen que ser obligatoriamente términos irreconciliables.
Se puede seguir trabajando al mismo tiempo que se jubila si entendemos el
trabajo como generación de valor y de utilidad social, aunque no necesariamente
incluya salario. Lo importante es conseguir que el capital humano, social e
intelectual acumulados, sus conocimientos y experiencias, no se pierdan ni se
dejen de lado.
2) El valor de la igualdad y las condiciones de vida. Aunque España ha
mejorado muchísimo las desigualdades siguen existiendo. He aquí algunos datos:
el 20 % de la población son mayores; el 60 % son mujeres; el 30 % de los
mayores de 65 años tienen alguna clase de discapacidad; el riesgo de pobreza es
casi el doble entre los mayores que en otra edad; vivir solos no tiene el mismo
significado de viejos que de jóvenes. Por lo tanto, evitar la discriminación y
la exclusión de los mayores es un objetivo primordial, pues su vulnerabilidad
es mayor.
3) El valor de la diversidad. No todo el mundo llega a la vejez en las
mismas condiciones económicas, culturales y sociales. Tratar de manera
diversificada las situaciones de desigualdad es una garantía de igualdad para
todos. Y esto vale también para las diversas opciones vitales, sexuales,
culturales y religiosas de los mayores. Hay que dar voz a los que no tienen
voz.
Como conclusión final me atrevo a ir un poco más lejos reivindicando un
papel activo de los mayores en las dinámicas sociales y políticas de cada
ciudad y comunidad. Se debe aprovechar sus potencialidades, fuerzas y
capacidades. Un ejemplo de esto podría ser el concepto de “emérito” que se usa en
las universidades para sus profesores jubilados, que debería dejar de ser una
situación de privilegio universitario y pasar a ser una consideración social
generalizada.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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