En la legislación comparada se plantean dos posibilidades: la eutanasia
directa, que consiste en provocar la muerte del paciente, normalmente mediante
inyección de fármacos que le aseguran una muerte dulce, y la ayuda al suicidio,
en la que se le facilitan los medios para que él mismo ponga fin a su vida. Lo
ideal sería la aprobación de la eutanasia sin cortapisas artificiales. Y en el
caso del suicidio asistido, no penalizar a la persona que ayuda al enfermo, si
se demuestra la libertad y voluntariedad del enfermo.
La muerte sigue siendo un tabú. Por eso no hablamos de ella. Pero cuando a
alguien se le pregunta si la teme, suele contestar que a lo que en realidad
teme es al sufrimiento. El griego Epicuro (s.IV) lo expresó y
argumentó magistralmente en su Carta a Meneceo. Merece la pena leer lo
que queda de esta obra clásica. Y el temor es al dolor físico, por supuesto,
pero también al dolor psicológico de tener que seguir viviendo en condiciones
insoportables. Morir bien es seguramente el deseo más universal pero el concepto de
buena muerte no es igual para todos. Con los avances actuales de la medicina se
puede alargar la vida muchísimo pero, con frecuencia, a costa de un gran
sufrimiento o la pérdida irreparable de la mínima calidad de vida, bien sea por
pérdida de facultades físicas o mentales. La perspectiva de un largo y penoso
deterioro hace que muchos ciudadanos quieran decidir por sí mismos cuándo y
cómo morir. Hay que decir que ya se dio un gran avance con la Ley de Autonomía
del Paciente de 2002 que garantiza que el enfermo pueda rechazar los tratamientos y soportes
vitales que le mantienen con vida, pero esto no es eutanasia, pues solo
adelanta el final irreversible en horas o días.
Sobre la eutanasia querría recomendar un título: Cartas desde el
infierno de Ramón Sampedro (Edit.Planeta). En 1968 Ramón
Sampedro quedó postrado en la cama por culpa de un accidente fatal. Se definía
a sí mismo como “una cabeza viva en un cuerpo muerto”. Y en 1998 consiguió
aquello por lo que luchaba legal e infructuosamente desde hacía treinta años:
su propia muerte. Se trató de un suicidio asistido aunque no se pudo
identificar a la persona que lo ayudó. El libro es un estremecedor testimonio
de un hombre que buscó la libertad a través de la muerte. Se trata de un
auténtico tratado de filosofía empírica. Sus reflexiones nos ilustran sobre el
hecho de que la muerte no es más que una parte del proceso natural de la vida.
En palabras de Sampedro “existe el derecho a la vida, pero no la obligación de
vivir a cualquier precio”. Este es el principio del que parten quienes proponen
despenalizar la eutanasia. Tener acceso a una muerte médicamente asistida
supondría una extensión de los derechos civiles.
El libro es poético y duro y lo componen una serie de reflexiones, cartas y
poemas que ponen la carne de gallina. Ya en el prólogo, Sampedro se queja de
que si él “hubiese sido un animal habría recibido un trato acorde con los
sentimientos humanos más nobles” y que “el Estado y la religión, por su
intolerancia, son los enemigos naturales de la vida y los responsables de la
destrucción del hombre como individuo”. En su poema ¿Por qué morir? dice
que “Morir es un acto humano de libertad suprema. / Es ganarle a Dios la última
partida. / Es un corte de mangas que democráticamente le / hacemos al dolor por
amor a la vida.”. Para los que propugnan el sufrimiento como expiación dice que
“justificar el sufrimiento como un medio de purificación moral solo se le puede
ocurrir a un ser moralmente degenerado por una conciencia culpable. Y quien se
siente culpable, o bien es injusto o idiota.”. Cómo no reconocer en este texto
a Nietzsche.
Hay quien sostiene que si se pudiera garantizar a todos los enfermos unos buenos cuidados paliativos, la eutanasia no
sería necesaria. Pero los mejores cuidados no pueden garantizar que un paciente
no sufra y desee morir. La medicina paliativa no cubre ni todos los casos ni
todos los tipos de sufrimiento. Eutanasia y cuidados paliativos no son opciones
excluyentes.
La idea de fondo en la discusión sobre la eutanasia es que unos piensan
(creen) que el dueño de la vida de uno es Dios y, por tanto, el hombre no puede
disponer de ella. Mientras que otros piensan (no creen) que la vida es
propiedad de cada uno y, por tanto, pueden disponer de ella cómo y cuándo
quieran. No es justo que un principio de índole religiosa obligue a todo
el mundo. Los que estén en contra de la eutanasia que piensen que a ellos no
les obliga, pero que no obliguen a los demás a seguir la misma pauta.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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