Tras
tres capítulos sobre los pactos posibles entre los diversos partidos políticos
con el objetivo de configurar un gobierno en España, uno se queda seco y
extenuado sobre la cuestión. Llevamos una larga temporada de casi dos meses
haciendo quinielas, desencriptando declaraciones generales y huecas y vetando
unos a otros con argumentos solo válidos para los fans de cada cofradía. Lejos
de patriotismos rancios y de fundamentalismos
que nadie cree, todos estamos en la obligación moral y política de
configurar un gobierno decente que garantice un mínimo Estado de bienestar.
Pero
hoy me interesa la vida cotidiana, esa cosa tan vulgar como son los pequeños
placeres de cada día y las penas inevitables que dimanan de nuestra condición
de seres humanos que tienen la obligación moral de vivir. Ese bien vivir y bien
morir que predica la ética, contigo y con los demás. Porque sí, hay vida fuera
de la política: la salud, los afectos, la amistad, la cultura, el arte, el sol,
los paseos, la conversación, la lectura, la contemplación, la reflexión, el
trabajo bien hecho… y muchas más cosas.
La
vida cotidiana debe tener un sentido, el que cada uno le quiera dar. Y nuestras
conversaciones con los familiares y amigos no son valiosas por el contenido
propiamente dicho, sino por el sentido que le damos en cada momento. Permitidme
que en este momento os trate como amigos a los que me apetece contar una experiencia
gratificante que hace que la vida tenga sentido.
Hace
poco tiempo estuve en Lanzarote, la isla de César Manrique, y aunque ya lo conocía superficialmente, lo redescubrí
un poco más intensamente. En la actualidad, Lanzarote no se entiende sin César
Manrique. Cada lugar de la isla lo vas viendo con los ojos de Manrique. Su obra
y su espíritu están en cada rincón y en cada elemento, por ligero o efímero que
sea. Su voluntad transformadora ha refundado la isla y la isla es la
manifestación más elocuente de su sensibilidad acerca del hombre, la naturaleza
y el arte. Hace bueno a Hegel en su
concepción de la estética como estado superior del hombre y de la concepción
ética del artista como obligación moral de defender el medio ambiente como
contribución a la felicidad individual y colectiva de la humanidad.
La
imposición de banderas, nacionalidades, religiones o sistemas políticos tienen
poco que ver con saber ver la humilde felicidad en la naturaleza, el ser
humano, la contemplación, la serenidad, la solidaridad. Ver la naturaleza
explotada por el excesivo cemento que la esconde bajo su monotonía gris y esas
alturas babélicas que nos esconden el sol, las estrellas y el horizonte, nos
desquician y conducen a la humanidad a la confusión.
César
Manrique no es solo un artista plástico, sino que es un poeta visual y, aunque
no tiene obra escrita, sí que ha impartido conferencias y ha concedido
entrevistas en las que se puede detectar su cosmovisión. Algunos de sus
pensamientos o manifestaciones son dignos de retener por su sencillez y su
profundidad. Veamos algunos ejemplos en sus pensamientos:
“Hay un fenómeno que tenemos la
obligación de difundir, que es, sencillamente, enseñar a VER”. Cómo me recuerda a esa pequeña joya que es “Modos de
Ver” de John Berger, donde el autor
nos recuerda que el niño primero ve y mira y luego habla. Ya de mayores, no
paramos de hablar. Manrique nos evoca el elocuente y profundo silencio.
“Creo que lo único inteligente es tener
una conciencia del instante de una vida, para jugar con ese maravilloso y
fantástico experimento y poderse reír de las ingenuidades, de lo llamado
importante”. El eterno juego de la persona
y el personaje, de lo real y lo aparente, del ruido y el silencio, de las
palabras y los conceptos. En definitiva, de la verdad y la falsedad en la vida.
“Ya sabemos sencillamente del bien y del
mal. Todo es demasiado simple. Hacer bien es crear felicidad. Hacer mal es
crear dolor”. Cuando los principios
no están claros, por su abstracción o por nuestra incapacidad, podemos
elevarnos desde las consecuencias. La inducción es más científica que la
deducción. Y en todo caso, ambas son complementarias.
Hasta
con la muerte es creativo. No solo no la teme sino que se recrea en ella, la
necesita. No puede entenderse la vida sin la muerte. Es más, sería algo
insufrible vivir eternamente. “Saber que
me voy a morir me permite crear el momento, porque no tengo la responsabilidad
de seguir existiendo”.
Gracias
por esta conversación. Me he sentido bien. El mayor negocio de un país es su
educación: enseñar a mirar, a guardar silencio productivo, a no distraerse en lo
trivial, atreverse a pensar, aprender a vivir. Los llamados contenidos son una
mera herramienta en la educación.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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