Decía
en mi artículo anterior que estas elecciones predicen un cambio de ciclo a
nivel de Estado, cuya característica fundamental era que lo social se había
metido en el debate político y que la gente empieza a creer que su voto puede
modificar las políticas sociales a su favor. Pues bien, prácticamente es lo que
ha sucedido. Respecto de los resultados hay que añadir un matiz, que las
candidaturas municipales de “unidad popular” son procesos distintos al de
Podemos, aunque todos las identifican con Podemos (exceptuando a muchos que
forman parte de las mismas. Paradoja).
¿Y
ahora, qué? Faltan dos momentos muy significativos. El primero son los pactos
de izquierda que se están fraguando. Está claro que las izquierdas van a pactar
entre ellas a favor del que más escaños tenga para desbancar al PP del poder
institucional. Es justo y necesario. No es más que la traducción del mandato
popular. Nada que ver con muchas declaraciones públicas que los líderes dan
como carnaza a los medios de comunicación y que componen un falso escenario
teatral. Porque eso de “las listas más votadas” es un sofisma engañoso, pues
quien elige a los alcaldes son los concejales, y a los presidentes autonómicos
los eligen los parlamentarios regionales. Si el legislador hubiese querido otra
cosa, hubiese dicho otra cosa y sería otra ley distinta la que marcase el
procedimiento.
El
segundo momento, una vez constituidas las instituciones y elegidos sus alcaldes
y presidentes, es la gestión que esas instituciones van a hacer. Es la hora de
la verdad. Hasta este momento todo es un prólogo litúrgico excesivamente largo y
solemne. Hay países de nuestro entorno que abrevian muchísimo más los tiempos
para constituir sus instituciones, porque allí la democracia es un fenómeno
habitual y ordinario.
“Es
en la praxis y no en la teoría donde se realiza el concepto de verdad”, decía K. Marx. Y efectivamente, es en la
gestión donde se podrá verificar si todo esto ha merecido la pena. Si todo lo
que los partidos y coaliciones pactantes declaran como “líneas rojas” (qué
expresión más ridícula) las interiorizan y supiesen cómo llevarlas a cabo y con
qué medios económicos y organizativos, no tienen más que elaborar un breve
documento con un programa mínimo común. Así de sencillo.
Los
pactantes son fundamentalmente dos, el PSOE y Podemos (incluyendo las
candidaturas populares municipales). En muchos casos son también necesarios
otros partidos de izquierda. Ambos partidos tienen características muy
distintas que tendrán que limar para confluir. El PSOE tiene que hacerse perdonar sus últimos años
de gestión, en los que su prepotencia política y su oxidación gestora derivó en
corrupción e ineficacia, tanto directa como indirectamente. En estas elecciones
ha recibido un regalo maravilloso que consiste en una segunda oportunidad para
que, desde los ayuntamientos y gobiernos autonómicos, demuestre que los
principios socialistas siguen vigentes y son viables. Para ello deberá hacer
realmente una renovación de personas e ideas que todavía no ha realizado
suficientemente. Debería copiar algo de la gestión que los ayuntamientos de
izquierda hicieron en 1979 y que tanto influyó en la victoria socialista de
1982. El PCE, que protagonizó una buena parte de esa gestión, no lo rentabilizó
tanto. El malditismo de la letra “C” empezaba a funcionar y hubo que inventar
IU, actualmente en crisis profunda por la fagocitación de Podemos.
Podemos
y sus subproductos tienen que demostrar dos cosas: la primera es su honestidad,
puesto que aún no han gobernado. En democracia no hay que dar nada por
supuesto. Y la segunda es su capacidad de gestión, ya que en su mayoría son
gente sin experiencia política, aunque tengan en su haber su profesionalidad
privada. Se trata de dos ámbitos muy distintos. La gestión pública es realmente
compleja y complicada, aunque todo es susceptible de ser aprendido por gente
capacitada y dispuesta.
Ambos,
PSOE y Podemos, deberán demostrar que “la gente” ha hablado en esta dirección y
que ahora son ellos los que deben traducir esa voluntad popular. La ciudadanía
percibe la bondad de la política a través de la acción institucional y no de
los discursos públicos ni de la vida orgánica de los partidos. A partir de
ahora las instituciones deben ser de cristal, lo que no quiere decir
asamblearias, eficaces, eficientes y justas. Sus funcionarios deben ser la garantía
profesional de su funcionamiento, dejando las libres designaciones reducidas a
las imprescindibles. Y el cumplimiento de la ley (su letra y su espíritu) debe
ser la referencia básica en esa gestión. La corrupción no es más que una mera
consecuencia de la ilegalidad y la opacidad en la gestión pública.
Mariano Berges, profesor de filosofía
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