El debate
político no es fácil y frecuentemente se convierte en un “diálogo
de besugos” donde cada uno va a lo suyo, despreciando la estructura
conversacional. John
Locke decía que antes
de discutir hay que acordar lo que significan los términos que vamos
a usar en la discusión. Porque, de lo contrario, una misma palabra
significa cosas distintas para uno y otro. Veámoslo en el ejemplo de
palabras como liberal, izquierda, derecha, socialismo, igualdad,
diferencia, progreso, justo, moral… y procedamos a su definición.
Intentemos un debate sin prejuicios sobre la búsqueda del mejor
modelo viable de sociedad para nuestro país. Realmente difícil.
Incluso podríamos consensuar modelos de construcción teórica
impecable que, en su materialización social, nos conducirían a
realidades muy distintas.
Hay que
partir de un hecho claro: estamos en un sistema de democracia
representativa. Y aunque imperfecta y necesitada de renovación, nos
tenemos que atener a las reglas del sistema. La verdad de cada
sistema esta en su propio interior y no podemos valorarlo con las
reglas de otro sistema. El núcleo duro de la democracia
representativa es el hecho electoral por el que la representatividad
se plasma según unas reglas que nos hemos dado. El sistema electoral
también es perfectible, pero contando siempre con la
representatividad proporcional de mayorías y minorías.
La división
tradicional por épocas de nuestra historia no está mal trazada ni
por sus características ni por los hechos históricos elegidos para
representar el cambio de paradigma. Pero, a continuación, nos vemos
obligados a matizar que la vida, el progreso y la verdad son
conceptos muy complejos que superan los esquemas. Si moviéndonos en
las grandes épocas y modelos es imposible su esquematización, y
atenta contra la realidad cualquier relato con pretensión de
exactitud y verdad objetiva, ¿qué puede suceder con el rabioso
presente y su trepidante secuenciación de realidades, conceptos y
verdades? Si nos ceñimos a los partidos políticos como grupos
organizados de las distintas opciones acerca de la mejor organización
social, la discusión racional entre los distintos discursos y
relatos es prácticamente imposible. Pero hay que intentarlo, ya que
así nos lo exige el cuerpo electoral que representa a la sociedad.
¿Dónde ponemos el criterio de verdad entre todos los relatos?
Paradójicamente, y a pesar de su enorme complejidad, no es difícil:
donde diga la mayoría social. Siempre ha habido un cierto
vanguardismo político que “acierta” con las minorías y se
equivoca con las mayorías. Las utopías y los paraísos han existido
siempre. Y realmente han servido como referencias. Su peligro
consiste en dogmatizarlos e imponerlos.
La razón
política en una democracia representativa, nos guste o no, está en
el hecho electoral, en el lado de la mayoría. Las demás opciones
deberán intentar convencer de la bondad de sus relatos al cuerpo
electoral. Es cierto que los medios y recursos están siempre en
manos de los poderosos, pero ¿quiénes son los poderosos? En una
sociedad de masas, de consumo, de libre opinión, desarrollada
cibernéticamente, no hay mayor poder que la mayoría social. Lo que
pasa es que el arte de la persuasión es lento y necesita de
estrategia. Y liberarse de la manipulación y alienación exige
formación crítica. En política no debería haber más urgencias
que los derechos básicos de los ciudadanos, y no tanto quién
gobierna o quién está en la oposición. Si somos coherentes y
persuadimos a la mayoría social de la bondad y de verdad nuestro
relato, acabarán por imponerse. ¿Cuándo? Cuando esa mayoría lo
diga.
Decía
Bertrand Russell que
si en un momento histórico alguien inventa o descubre algo
importante para la humanidad, pero la sociedad no está preparada
para su comprensión, ese alguien es declarado loco o necio. Cuando
la sociedad está preparada para comprender ese descubrimiento,
cualquiera que lo comunique, ése y no el anterior, será tenido como
el auténtico inventor. Algo semejante sucede en la política. De ahí
la importancia del análisis, del tempo y de la comunicación.
Solo en una
sociedad donde el respeto intelectual sea la norma y los
descalificativos la excepción rechazada, habrá progreso político y
eficacia institucional. La verdad y coherencia de las diversas
opciones políticas radica en su praxis, no en la publicidad de sus
campañas electorales. Y tendrá credibilidad quien la haya adquirido
en su práctica política. Para un partido serio no debería ser
urgente la ocupación del poder sino la verdad de su teoría y de su
práctica. Otra cosa es que quien tenga urgencia sean los ocupadores
del poder. Pero eso no es política, eso es otra cosa.
Mariano Berges,
profesor de filosofía
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